Eugenio Castro, poeta
Si
algo tiene la poesía es
que tiende a una disolución paulatina del yo.

‘El
gran boscoso’ ¿es el olvido de sí, la desposesión de uno mismo en tanto que va
mutando de forma continua…, es eso?
Pienso que la poesía, a aquel
que se encuentra con ella y establece un vínculo que no sea de posesión, le
debe desposeer, sacarle en la mayor medida posible de sí mismo. Esto no quiere
decir anularle o restarle la identidad, pero sí quebrar la identidad como hecho
fijo. Si algo tiene la poesía es que tiende a una disolución paulatina del yo, de
ese yo que se sobrepone en uno hasta el punto de convertirlo en un perfecto
imbécil. Erosionar el yo, fragmentarlo, reconvertirlo en mil yoes con los
cuales uno puede regresar habiendo abandonado esa figura bastante fatal.
Sin
ánimo de acotar ese espacio geográfico y anímico de ‘El gran boscoso’, me
resulta una zona que se habita pero que es lábil, de pérdida y encuentro
continuo…
Me encuentro en dificultades a
la hora de hablar de ‘El gran boscoso’, no sé muy bien qué es. No se trata de
una ambigüedad, pero sí, hasta un cierto punto de una indeterminación, una zona
de sombra, un espacio que uno quiere sea misterioso en la medida en la que se
puede fraguar todo lo que está aún por poder decirse o poderse ver. Pero ‘El
gran boscoso’, en tanto en cuanto ha ido naciendo a la vida y a medida que se
ha ido conformando, sale y entra de esa indeterminación y zona de sombra porque
quiere cristalizarse, y allí donde ha cristalizado, ‘El gran boscoso’ -que para
mí es un mito personal- es en el trabajo con el lenguaje, con las palabras. Es
en las palabras donde ‘El gran boscoso’ adquiere una presencia real en el
sentido material de la acepción, pues aspira a intervenir en el mundo y deja de
vivir cómodamente en esa indeterminación en la que si se quedara se volvería
estéril.
Es
de ritmo lento, ‘El gran boscoso’…
El poema que vertebra el
libro, que tiene cinco páginas, fue un poema que se vino haciendo a lo largo de
doce años, porque nunca pudo hacerse de modo inmediato. ‘El gran boscoso’ tiene
que obrar en el mundo, y el modo de hacerlo es a través de las palabras -como
decía antes-, y desde una concepción que me ha procurado el pensamiento
surrealista, que implica, por un lado, tratar de reconocer lo que de libertad y
libertario hay en las palabras y, por otro, no actuar sobre las palabras desde
una consideración totalitaria o dictatorial, al obligarlas a decir aquello que
uno quiere que digan. ‘El gran boscoso’ me ha enseñado que es la palabra la que
hace que yo me pronuncie, a través de relaciones analógicas y de correspondencias,
nada de infructuosos realismos o ambiciosas metafísicas con las que no me
encuentro ni lo necesito.
¿Cómo
se consigue esa armonía entre la escritura de abajo, más automática o
inconsciente, y la escritura en la que el poeta pone de su parte en comunión,
es decir, embrida la palabra?
Desde una consideración
dialéctica… No hay una fórmula exacta, tampoco hay un estilo, pues el estilo es
una aberración, una falacia; el estilo es encierro. Lo que siempre he perseguido
respecto de la palabra es una climatología del espíritu, en el sentido de
estacional: otoño, invierno, primavera y verano… Es algo que se sucede
cíclicamente, siempre parecido a sí mismo y siempre diferente. El trabajo con
las palabras establece esa relación con el ciclo estacional que, por otro lado,
tiene mucho que ver con algo que me interesa sobremanera, la idea de
naturaleza.
A
eso iba ahora mismo, precisamente, a preguntarte por la presencia de lo natural
y la naturaleza, que atraviesa todo el libro, en un momento en el que tanto lo
natural como la naturaleza está ausente en la mirada del hombre…
La naturaleza está en
entredicho no como tal sino por cómo esta civilización canalla ha ido
invadiéndola hasta el punto de humillarla, resecándola, y de tal modo
colonizándola que, a veces, desde un punto de vista crítico es pertinente poner
en duda lo que de existente pueda tener la naturaleza. Dicho esto, la
naturaleza sigue existiendo, y le atraviesa a uno. En ‘El gran boscoso’ hay una
plaquette, ‘Mal de confín’, en la que la naturaleza lo es todo. Este libro era
una roca .por así decir- y le he ido quitando el sobrante, lo que se ha hecho
de modo arduo, persistente, sin vacilación, con la necesidad de que fuera así;
he perseguido con ese trabajo, a través de unas palabras muy conscientes
(porque ellas me han hecho tomar conciencia de ellas y lo que nombran),
situarme a la altura del viento, de la piedra, del océano, del matojo, de la
sombra… Cada una de esas cosas es algo tan bestial, tan inabarcable y tan
concreto, obran de un modo tan poderoso sobre el alma y la mente humanas que contribuyen
a alimentar el espíritu del hombre con sus mayores gracias; pero es tan extrema
su existencia y lo que nos concede que, para tratar de situarme a la altura de su
potencia, aspiré a que las palabras entraran en osmosis con los elementos y las
cosas de la naturaleza (y sus hombres). Si en ‘Mal de confín’ no quiero representar
sino mostrar a través de las palabras lo que es la experiencia concreta de la
exterioridad en una zona específica, como es la Atlántica -en concreto la
gallega-, y fundamentalmente en el estío, con todos sus vaivenes
climatológicos, que son muchos y muy fuertes; si quiero y deseo llegar a
escribir algo sobre ello no puede ser desde el punto de vista de la
representación, tiene que hacerse de otro modo. Es ahí donde el pensamiento
poético interviene con todas las luces de su poder articulador, de manera que,
en esta ocasión, he ido persiguiendo las palabras exactas -en la medida en que
eso sea posible- y que contuviesen en ellas mismas el viento, la roca, el
océano, la fuerza de lo intempestivo, el poder de la naturaleza. No podía
hablar de todo ello en términos divagadores, tenía que situarme a la altura de
lo que es, pues eso era lo que en mí podía ser y me penetraba.
¿Cuándo
dejar que ‘hable’ la escritura automática y cuándo esa escritura que, sin
traicionarse en su autenticidad, cae más del lado racional?
‘Mal de confín’ es una escritura
opuesta a la escritura automática en tanto procedimiento, pero son complementarias en sus
reverberaciones, por el hecho de pertenecer ambos procedimientos a la climatología
del espíritu a la que me he referido, la cual las aúna. Hablo en términos de
correspondencia. ‘Eso’, otra de las plaquettes de ‘El gran boscoso’, es escritura
automática en sentido estricto, convocación de lo inconsciente. Viniendo de
abajo hace emerger toda su furia y tiene sus gracias y sus desgracias. Trato de
establecer, en la medida de mis posibilidades, la mejor relación posible con las
gracias. También hay escritura automática en ‘Los ojos de la clepsidra’. La
escritura automática es la verdadera alquimia del verbo, el milagro profano del
lenguaje que va a permitir que las palabras conserven una posibilidad intacta
de seguir siéndolo, más allá del dominio e invasión que el capitalismo de
espíritu ejerce sobre ellas; la escritura automática es una reserva amazónica
del inconsciente, y será la salvación de la poesía.
Ese
cincelar, desbastar el lenguaje, ¿tiene que ver con ‘Desprendimiento de H’
respecto de tu libro, ‘ajeno’ a ‘El gran boscoso?
Sí, tiene mucho que ver. El
trabajo de ‘Mal de confín’ fue muy exigente, prolongado; pero dentro de su
dureza, de su exigencia -consustancial a la honradez que uno busca- no elimina
el componente exuberante, sensual, voluptuoso del proceso en sí mismo. ‘Desprendimiento
de H’ es la repanocha. Proviene de H. ‘H’ es un libro que contiene una sentimentalidad
demasiado especial para mí con respecto a otras cosas que haya podido hacer; se
publicó porque, a lo largo de veinte años, una experiencia poética había “culminado”.
Ese libro termina con una suerte de reflexión acerca del sentido del lenguaje,
aplicado a la misma letra hache. Es un poco largo, querida Esther…
…
no tengo prisa alguna…
El título ‘H’ se debe a mi
encuentro con la letra hache (H). El primer encuentro se produjo en un
acantilado en la fortaleza de Belixe, en la zona del Algarve, en Portugal.
Estaba fotografiando unas gaviotas tirándose en picado al mar, en busca de
presa. Mientras lo hacía, jamás vi la hache (H). Cuando regresé del viaje,
proyecté en mi casa para unos amigos las diapositivas que había hecho. Cuando debían
llegar las imágenes de las gaviotas, estas no estaban. Sin embargo, una amiga
advirtió una inmensa hache (H) incisa en el acantilado, detrás de donde las
gaviotas se lanzaban al mar. Eso fue una iluminación para mí, y quedó como algo
latente. A partir de ahí me empecé a encontrar con la letra en lugares y latitudes
distintas que producían acontecimientos maravillosos, o por lo menos muy
singulares. Me encontré con otra hache (H) en Madrid, en una tienda de zapatos
cuyo cartel anunciador había perdido todas sus letras… salvo la hache (H).
Quedaba en el letrero la huella de las letras perdidas del nombre de esa
tienda: ‘Calzados Ochoa’, que pasó a llamarse “Calzados H”. Otro encuentro se
produjo en el Bosque del Cedro de La Gomera. Iba con mi compañera, Conchi, caminando
por ese bosque perteneciente al Terciario, por una senda por la que hacía mucho
tiempo que no pasaba nadie (eso nos dijo uno de los habitantes del poblado de El
Cedro) y, al llegar a un claro del bosque, encontramos una piedra partida con
forma de luna menguante en la que alguien había escrito con pintura roja la
letra hache (H). Otro encuentro tuvo lugar a la entrada del puerto de Mahón.
Desde el barco en el que iba advertí unas ruinas. Según la nave se acercaba a
la vertical de las ruinas, yo veía que estas tomaban una forma cercana a la
hache (H). Esto se confirmó si vacilación estando en la vertical de las mismas,
que conformaban una hache (H) nítida y perfecta. Cada encuentro con la hache ha
estado presidido por hechos bellos, incluso maravillosos, siempre bendecidos
por el azar objetivo. A partir de la experiencia de la H, las formas de
relación se trastocaban, llevaba en último término a una consideración: el
sentido quedaba en entredicho, había sido suspendido.
Se
quebraba el orden racional, lógico, de los acontecimientos, y se producía el acontecimiento
mismo…
El sentido quedaba inserto al
borde de un acantilado, expuesto a la intemperie, como una letra que, al fin y
al cabo, es muda, pero que ha sido incisa en la piedra de la locura del sentido.
Pensemos que la hache (H) es una letra fantasmal, pues no se pronuncia. Recapitulemos:
las gaviotas desaparecieron y en su lugar apareció la hache (H): el fantasma de
aquello que había desaparecido tomaba cuerpo en una letra fantasma, pues no se
pronuncia, insisto. Hace dos años y medio me dio por hacer un ejercicio de iconoclasia,
al intervenir sobre mi propio libro de un modo estrictamente experimental,
mediante un procedimiento que consiste elegir unas palabras, al mismo tiempo
que tachaba todas las demás (aparición y aparición, como se ve). A lo largo del
libro, las palabras elegidas terminaban por conformar un nuevo texto, poemático
en este caso, pues esa era la forma que yo deseaba. ‘Desprendimiento de H’
muestra, acaso, el contenido latente de ‘H’.
Es un poco ambicioso pero
metafóricamente es válido. El devenir del mundo se fragua en el devenir de un
solo individuo, histórica y humanamente. Ese devenir no se aparta de lo que es
una ambición política de transformación revolucionaria de la sociedad, y esa
transformación revolucionaria de la sociedad se da en un estallido colectivo que
ya latía en un individuo cualquiera. Pero como creo que te refieres al amor,
que es de donde me parece que extraes tus palabras, diré que sí, que el amor es
igual a la subversión. Por lo tanto, traslado al plano del amor así concebido y
así vivido la posibilidad de que se produzca tal rotación de una vida que
cambie la rotación del mundo.
Cundo
irrumpe el amor se estremece el mundo…
Sí, creo que así es. Cuando
irrumpe el amor el mundo se reconoce como mundo, se encuentra atravesado por
ese estremecimiento apasionado y se concede la posibilidad de rejuvenecer.
Durante el enamoramiento retornamos a un cierto estado de inocencia, y en ese estado
algo de nosotros y del mundo se reconstruye, se restituye. No es una cuestión
ideal, sino comprobable, la experimentamos cada vez que somos atravesados por
ese rayo descomunal. Y para seguir con lo anterior, el mismo mundo reverdece a
través suyo: la revolución social ritma con la revolución amorosa.
Aparte
de los lobos, que aparecen con cierta frecuencia en tus textos, encuentro la rana,
símbolo en Oriente de la inmortalidad y en Occidente de la tentación. ¿Entre
una y otra significación, cuál te seduce más?
La tentación... La rana también
es símbolo de metamorfosis. El lobo, el búho, la rana, la ballena, el jabalí y
el cuervo son mis animales totémicos y gravitan en los textos. El búho, en
concreto el búho real, es la cabeza de ‘El gran boscoso’. Tiene relación con
algo que me ha seducido desde la primera juventud: su capacidad para poder ver
en la noche, y con la perspectiva que le da el girar el cuello 360 grados.
Además, dentro de las aves rapaces nocturnas, al búho el águila le teme, o por
lo menos le impone respeto. El búho está lleno de sesgos simbólicos que me
seducen soberanamente, además de ser una animal hermoso.
¿El
poema siempre busca contacto?
El poema no está aislado de
otras cuestiones en las que el poeta debería encontrarse inmerso. Debe de estar
en permanente rozamiento, es impuro, ha de vivir en permanente contagio con todo
lo demás, pues de otro modo se petrificaría.
¿Que
el poema siempre sea político nada tiene que ver con la poesía social?
El contenido político del
poema no es manifiesto, es siempre latente. No es el resultado de una operación
instrumental o doctrinal, como lo procura la llamada poesía social (sic) o de
la llamada poesía de la conciencia crítica (sic). Y sí el poema quiere intervenir
en el mundo con la aspiración de transformarlo revolucionariamente, no lo hará
mediante tales prerrequisitos. Lo hará por los medios que le son propios, los
de unas palabras que se dan a la fuga de todo tipo de carceleros, provengan de
donde provengan, y que quieran encerrarlas en las celdas de sus dogmas e
ideologías, convirtiéndolas en meras herramientas útiles a su publicidad.
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