Entrevista al escritor
Juan Gómez Bárcena
“El
regreso es siempre una forma de muerte”
Tiene
un modo de escribir tan fluido y exacto (si es que se puede hablar de exactitud
literaria) que interpela al lector con la caricia del artesano. Juan Gómez
Bárcena (Santander, 1984) es una apuesta segura siempre. Cuenta lo que inquieta
(el asunto de la identidad, del tiempo y su ciclo, del tiempo como modo
esférico sin brecha alguna, de lo que no se cuenta y queda en suspenso) y el
modo en que relata seduce (acaricia). La última novela ‘Kanada’ (Sexto Piso)
nos propone la historia de un superviviente del Holocausto nazi.
No es muy común la segunda persona para
narrar, convoca más al lector, pero imprime cierta distancia respecto de quien
cuenta. ¿Por qué la preferiste a la primera?
Escoger
la segunda persona no fue una decisión consciente, sino un hallazgo fortuito
durante el proceso de escritura. Los capítulos iniciales estaban originalmente
escritos en primera persona, pero me preocupaba que la voz sonara un poco
falsa. La primera persona siempre implica un yo y una voluntad de contar una
historia, y mi protagonista –un ser humano traumado tras su paso por Auschwitz-
no tiene muy claro quién es en realidad, y mucho menos puede tener interés en
contarnos nada. El uso de la segunda persona resulta mucho más natural para mi
personaje: un monólogo desquiciado en el que en todo momento no hace más que
interpelarse a sí mismo.
La ausencia de nombres propios, la
confusión en el empleo de los tiempos verbales del protagonista, la
yuxtaposición de lo ocurrido con el presente… estos elementos remiten, de nuevo
en tu obra, a un tiempo cíclico, envolvente, del que es imposible escapar, que
tanto te interesa. ¿Por qué este asunto es tan recurrente en ti?
Es
cierto que es una constante en toda mi obra, y resulta tentador –y al mismo
tiempo muy difícil- explicar por qué ciertos temas nos obsesionan. Podría
aproximar una respuesta apresurada y probablemente simplificadora: me interesan
esos temas porque en ellos se fusionan mis tres pasiones: la Historia, la
Literatura y la Filosofía.
El protagonista guarda en su morral un par
de zapatos, una cuña de queso, cigarrillos, una muda limpia, un trozo de
cuerda, una pastilla de jabón y un encendedor. ¿Qué guardaría Gómez Bárcena en
un zurrón de supervivencia?
Supongo
que mi respuesta es tópica, pero también muy sincera: papel y bolígrafo. Mucho
mejor que un libro para leer, necesitaría un soporte en el que escribir. La
escritura ha sido siempre una constante en mi vida, supongo que porque me
permite construir nuevos sentidos allá donde sólo veo azar o caos.
En el caso de los prisioneros de los
campos de exterminio, ¿es peor el regreso que la muerte?
No lo
creo. Pero el regreso es siempre una forma de muerte: la muerte de cierta
inocencia, de cierta manera ingenua y tranquilizadora de ver el mundo. Sobrevivir
a Auschwitz se parece un poco a internarse en la oreja amputada con la que se
abre “Terciopelo azul” de David Lynch: una vez hemos mirado dentro, ya nunca
podremos contemplar el mundo que nos rodea como un lugar seguro.
Regresan, como decía Walter Benjamin con
‘la pobreza de la experiencia’, más pobres en expresión comunicable. ¿El
silencio es un refugio?
El
silencio puede ser un refugio, pero creo que en mi personaje es una penitencia.
Decide someterse a un ayuno progresivo -ayuno de comida, de bebida, de formas
de ocio, de palabras- buscando purgar su culpa.
¿Nada puede comenzar de nuevo?
Nada
puede comenzar de nuevo porque nada termina. Creo que cualquiera que conozca a
fondo la Historia no encontrará muchas diferencias a lo largo de las latitudes
y los siglos: sólo cambios de acentos e intensidades.
Hay una cierta épica en el fracaso (me
refiero a Schneider) pero de este tipo de personajes se suele olvidar hasta la
justicia poética. ¿Qué te fascinan de ellos?
Me
fascina el azar, que es en definitiva el que hace que olvidemos a unos genios y
encumbremos incluso más de lo que merecen a otros. Johannes Schneider es el
astrónomo más brillante de su época, pero parte de la premisa de que la Tierra
está en el centro del Universo: por lo tanto, todas sus geniales investigaciones
están condenadas al absurdo. En cierto modo me recuerda a todo el ejército de
científicos contratados por el nazismo para sostener su desquiciada visión del
mundo.
Cuándo, en qué casos, “el fracaso de un
teólogo vale más que el triunfo de todos los científicos de la tierra”?
Esta
frase pretende recoger la advertencia de Horkheimer y Adorno de que la ciencia
no es ni buena ni mala –pues carece de fines propios- sino que sólo es un
medio. Algunos filántropos se han servido de la ciencia para lograr fines
positivos para la Humanidad, y ciertos dictadores, como Hitler o Stalin, han
empleado la ciencia para destruir pueblos o razas.
El protagonista es una mezcla de Gregorio
Samsa, Bartleby y un anacoreta posmoderno. ¿Qué tiene él de Juan?
Más cosas de las que me gustaría reconocer. La culpa y el
sacrificio son conceptos que tengo muy
grabados en mi personalidad. También disfruto mucho de la soledad y el
aislamiento, algo casi prohibido en esta sociedad donde la autorrealización
parece medirse en la cantidad de personas que conocemos y en el número de
experiencias excitantes que publicamos cada día en las redes.
Aunque no eres papa, ¿qué separa la
frontera entre el dogma y la herejía?
Creo
que lo extremos se tocan, y por lo tanto el dogma llevado a su versión más
radical es siempre una forma de herejía. Sucede lo mismo con los conceptos del
Bien y del Mal: los nazis no eran seres diabólicos sedientos de sangre, tal y
como muchas veces aparecen retratados en la ficción, sino seres humanos que
estaban muy convencidos –demasiado convencidos- de conocer el Bien absoluto y
los caminos necesarios para alcanzarlo.
En los conflictos como el que reflejas
(los totalitarismo y sus ejecuciones masivas, más o menos encubiertas), ¿hay
inocentes?
Me
gusta mucho tu pregunta porque, como todas las preguntas cruciales, admite dos
contestaciones contradictorias. Una primera respuesta sería: no, la inocencia
es imposible; quien no expresa clara y rotundamente su rechazo a un sistema
enfermo está contribuyendo a sostener ese sistema, y por tanto es cómplice de
sus crímenes. Y una segunda respuesta, a mi juicio más interesante: lo más
peligroso de los totalitarismos es que en ellos es muy difícil, de hecho,
encontrar verdaderos culpables. La responsabilidad está tan diluida y tan
compartimentada en un sistema burocrático e impersonal que podemos escoger
vernos como simples trabajadores, por más que nuestro “trabajo” consista,
precisamente, en hacer posible un genocidio.
¿De qué depende que “un deseo satisfecho
pueda ser a su manera un infierno”?
Decía Santa
Teresa de Jesús –y Truman Capote se haría eco de sus palabras en el título de
uno de sus últimos libros- que “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas
que por las que no tienen respuesta”. El deseo actúa como un horizonte que nos
permite avanzar, pero creo que los deseos completamente satisfechos pueden
resultar en algún sentido siniestros, tal y como vemos en “Solaris” de
Stanislaw Lem.
Más de cincuenta años después de la
inmundicia moral que sirve de contexto a tu novela, ¿crees que la narración
histórica se ha edulcorado? ¿No hay algo obsceno, perverso, en cómo se conserva
–museos, campos de concentración, etc.- la memoria?
Sí.
Creo que existe una tendencia a presentar a las víctimas como seres
angelicales, inmaculados y perfectos; como un colectivo perfectamente
cohesionado y filantrópico que se defiende con unánime voluntad contra la
opresión. Hoy sabemos que esta visión es un mito: los campos de concentración
no sólo lograban destruir físicamente a sus víctimas, sino a menudo destruirlas
moralmente, en el sentido de que para sobrevivir estaban obligados a competir
entre sí por unos recursos escasos. Por desgracia, en ocasiones el Holocausto
es recordado de una manera tan edulcorada que los propios supervivientes no se
reconocen. Y ésta es, a mi juicio, la mayor de las perversiones de la memoria
histórica: construir un retrato en nombre de las víctimas que no hablen de cómo
éstas efectivamente eran, sino de cómo nos habría gustado que fueran.
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