La
casa de los sordos
Perder
a una hija es devastador. No hay un solo idioma que disponga de una palabra que
defina a los padres que han perdido un hijo. Hay viudas y viudos, y huérfanos,
pero no un término que exprese la condición de la paternidad/maternidad
truncada. Quizás porque el dolor desborda en ocasiones la lengua. Cualquiera.
Perder a una hija es sufrir la locura de lo que sucede antinatura.
‘La
casa de los sordos’ (Chamán ediciones), de Lamar Herrin es una novela que
retrata la pérdida y el duelo. La necesidad del ser humano de entender lo
incomprensible, de ponerle palabras, de convivir con el dolor irreparable, es
el corazón de esta novela.
Y
aunque cada pérdida y cada duelo tiene sus códigos, su idiosincrasia, su
particularidades (lo dejó claro uno de los inicios literarios más celebrados,
el de Anna Karenina, de Tolstoi: “todas las familias felices se parecen, pero
las infelices lo son cada una a su manera”), imaginen el caso de una muchacha
norteamericana, Michelle Williamson, que recala en Madrid por cuestión de
estudios y que muere en un atentado de ETA. Imaginen al padre que viaja a
España para entender qué cosa es esta que late detrás del acrónimo, de tres
letras cargado de connotaciones y significados enfrentados. Esta es la historia
que cuenta ‘La casa de los sordos’.
No se
trata de una novela política, aunque quizás sea la única historia de un autor
extranjero en la que el asunto de ETA invade la historia. Es, ya lo dijimos, la
narración de una pérdida y su consecuente duelo, pespuntado por los vínculos
entre los personajes, a veces tan frágiles, en ocasiones tan cuajados, en
cualquier caso, descritos con una sutileza y exactitud emocionantes. Vínculos
que se reajustan, que se activan, que se ponen en funcionamiento, que operan,
que cuidan al otro. Los de la exmujer, los de la otra hija, Annie.
No es
una novela política pero ahonda en las raíces e invoca la figura de Sabino
Arana, y bucea en sus postulados, en el tejido que se expande a un lado y al
otro de lo que ETA significa (ba). El ‘Guernica’ de Picasso, la carga de la
Guardia Civil, la opresión franquista, también la sangre de ajenos, de niños,
de extranjeros, de quienes vivían al margen del conflicto (no hay márgenes
posibles en los conflictos, esto lo sabemos).
La
escritura de Herrin se adentra en la historia personal, en la historia
colectiva. Es un viaje físico (de Estados Unidos a España) y un viaje interior
(la pérdida, el duelo), sin aspavientos, rotunda aunque tantea, sinuosa, envolvente,
bella. Sobriamente bella.
‘La
casa de los sordos’ no retrata héroes postmodernos, personajes que se dejan
vivir, que no (se) cuestionan, que son arrastrados por las contingencias
vitales una y otra vez. Al contrario. ‘La casa de los sordos’ concita un
registro de personajes que quiere entender sabiendo que de encontrar la
explicación ésta jamás se convertirá en una justificación. Son personajes que
se preguntan, que dudan, que odian, que se reconcilian
(consigo mismos por momentos). En definitiva, que buscan un sentido.
Lamar
Herrin (Georgia, 1940) vive parte del año en Valencia, la otra mitad en Nueva
York. ‘La casa de los sordos’ se publicó en 2005, y Chamán la introduce en su
colección de narrativa ‘Chamán en su senda’ con la traducción de Eloy M.
Cebrián.
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