María
Negroni, poeta
“Un comienzo y un fin, un
alejamiento y un regreso, enmarcan siempre los asombros”
Digámoslo
pronto: María Negroni (Rosario, Argentina, 1951) es una de las escritoras en
activo más fascinantes. La compostura entre el estupor, lo erótico, lo gótico, lo
lírico y lo onírico hacen de su estilo una cartografía por la que merece la
pena perderse dispuesto al hallazgo, a la dis-locación, con independencia de si
el territorio que se transita es poesía (‘La jaula bajo el trapo’, ‘La
ineptitud’), novela (‘El sueño de Úrsula’) o ensayo (‘Ciudad gótica’, ‘Museo
negro’).
Hace un par de días, apareció
en prensa una reseña suya sobre ‘La ciudad vampírica o la desdicha de escribir
historias de terror’, de Paul Féval, un espléndido escritor. ¿Es sólo cuestión
de azar que algunos autores, como el propio Féval, queden relegados al olvido, a pesar de su calidad?
No
sé si es una cuestión de azar pero no es importante. De algún modo, los
escritores encuentran tarde o temprano, cuando valen la pena, sus lectores.
Desde ‘Museo negro’ hasta
‘Galería fantástica’ lo gótico tiene una presencia corpórea en su obra. No
tanto por lo vampírico, lo explícitamente terrorífico, cuanto por el deseo, lo
fatal, lo incontrolable. Tan emparentado con lo fantástico, ¿qué vigencia tiene
hoy lo gótico en lo literario?
Lo he dicho muchas veces. Lo que me
interesa de la literatura gótica es la grieta que interpone todo el tiempo
contra los principios bienpensantes de la razón y el orden, la herida que abrió
en el costado del Iluminismo. Todos los principios disidentes (la noche, el
cuerpo, el deseo, la muerte, por cierto también lo femenino) aparecen allí en
primer plano como lo que son: fuerzas centrífugas, espacios móviles, contradictorios y
frágiles que impiden la plenitud petrificada y petrificante de todo discurso
realista o totalitario.
Pienso es autoras como
Guadalupe Nettel, Samantha Schweblin, Carolina Senín, usted misma… en las que
impera una literatura de la extrañeza (por denominarla de algún modo), del
estupor, de lo inquietante. En ocasiones, las historias no tienen clima, lo que
cuentan es el clima mismo, como si se tratase de un costumbrismo alucinado,
¿tiene que ver con ser mujer?
No
lo sé. No me gustan las generalizaciones y desconfío, en general, de todos los
agrupamientos. Tiendo a pensar en los artistas y escritores/as como
“singularidades” y, en ese sentido, me parece que definir pertenencias (de
género, nacionalidad, raza, etc.) son casi siempre necesidades impuestas desde
afuera, incluyéndose en ese “afuera” la misma crítica y el mercado.
Como frontispicio a ‘La jaula
bajo el trapo’ leemos a John Ashbery, “la poesía pareciera implicar fracaso”.
¿El fracaso que anida entre lo que se dijo y lo que se quiso decir?
El
fracaso al que se refiere la cita de Ashbery es congénito a la creación. Pero
es un fracaso productivo porque impulsa a volver a escribir. El poema es sólo
un triunfo transitorio. Octavio Paz hablaba de dos momentos en que el tiempo,
tal como lo entendemos, se “suspende”: el encuentro sexual amoroso y el poema.
Y es cierto. Muchas veces he pensado también que la figura del/de la poeta se
parece a la de Sísifo. Cuando consigue escribir el poema, la piedra vuelve a caer
y hay que volver a empezar. Vale la pena recordar aquí la frase de Beckett que,
ante la insatisfacción, dice: “No importa, intenta de nuevo, fracasa de nuevo,
fracasa mejor.” Otra opción no hay.
“No podía aceptar al lado de
lo esencial la presencia de lo accesorio” (leemos en ‘La jaula bajo el trapo’).
En un poema, ¿cómo se distinguen ambas naturalezas, lo esencial, lo accesorio?
Perdón,
pero un poema no se puede glosar. Habría que escribir otro poema.
Pienso en el desarraigo, en la
errancia de su literatura. El hombre, ¿tiene más de nómada o de desterrado?
El
destierro (en todas sus formas) es consustancial a la condición humana. De ahí
que los grandes textos épicos fundadores de casi todas las tradiciones tengan
la forma de un viaje. Un comienzo y un fin, un alejamiento y un regreso,
enmarcan siempre los asombros. No otra cosa es el aprendizaje. Lo mismo puede
aplicarse a vivir.
¿Cuánto de intuición –como en
Epimeteo- hay en la escritura de un poema y cuánto de técnica, de premeditación
–como en Prometeo-?
Un
poema es un misterio. Supongo que, cuando uno escribe, todo se pone en
funcionamiento: la emoción, la inteligencia, lo vivido, los miedos, lo deseado.
Lo cierto es que todo es necesario y todo aparece ahí para que el poema sea
posible. A esto habría que agregarle algo fundamental: un poema es un hecho de
lenguaje. Por eso, quizá lo más importante, es esa especie de combate por y
contra las palabras que el poeta pone en marcha al escribir. Cuando antes decía
que un poema no se puede glosar también pensaba en esto. A pesar de la
existencia de tantos diccionarios de sinónimos, me atrevería a decir que los
sinónimos no existen. Cada palabra es un mundo de resonancias de todo tipo,
musicales, de sentido, etc. Pienso en los círculos concéntricos que se hacen en
el agua cuando uno arroja una piedra. Algo así sucede con las palabras. Cada
palabra, escribió Alejandra Pizarnik en el mismo sentido, dice lo que dice y
además más y otra cosa.
Bruno Schulz en ‘Las tiendas
de color canela’, hablaba de “la tercera aguja incandescente del reloj” para
significar esos momentos que le conforman a uno como persona, que le
trascienden. ¿Cómo escoge el poeta la materia para sus poemas?
La
“tercera aguja incandescente del reloj” es una imagen extraordinaria de un
escritor que admiro profundamente. Escribí sobre él en mi último libro de
ensayos “El arte del error”, recientemente publicado en Vaso Roto. Sobre su
pregunta, creo que el/la poeta no escogen la materia para sus poemas sino que
son escogidos por ella.
Esther Peñas
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