Paco Cerdà, periodista
En algunos monasterios hay más frailes que en muchas
aldeas o pedanías de la Laponia española.
La conocida como ‘Laponia del sur’ o ‘Serranía celtibérica’
es un territorio casi onírico, por momentos brumoso, apenas corpóreo desde la
mirada interior, montañoso y frío conformado por 1.355 pueblos pertenecientes a
diez provincias: Soria, Teruel, Guadalajara, Cuenca, Valencia, Castelló,
Zaragoza, Burgos, Segovia y La Rioja. Más de sesenta mil kilómetros cuadrados
en los que vive un escaso medio millón de habitantes. Es decir, una comarca
–casi legendaria- con una densidad de población es de solo 7,3 habitantes por
kilómetro cuadrado.
Paco Cerdà (Genovés, 1985) viajó durante el invierno, solo,
por esta realidad ya casi extinta para guardar memoria escrita de del éxodo
rural y del envejecimiento de la población que decide permanecer en sus
localidades de nacimiento. El resultado: un emocionante y sincero texto, ‘Los
últimos. Voces de Laponia española’ (Pepitas de Calabaza).
¿Cuál es la percepción
del tiempo en estas comarcas que usted ha visitado?
La percepción, ya lo dice la palabra, depende del sujeto que
la experimente. Para una persona acostumbrada al biorritmo de las ciudades o
las grandes poblaciones, quizá la primera impresión es la de una vida más
pausada, quizá lo más lenta y morosa que nunca antes había experimentado. Pero
creo que es una falsa sensación derivada del síndrome de “jet lag cultural”
instalado en la mirada de quien llega a este territorio: Sus habitantes tendrán
una percepción del paso del tiempo mucho menos lenta que el forastero que la
respira por primera vez.
Este proceso de despoblación,
¿es irreversible, dado lo ‘invivible’ de las ciudades?
No sé hasta qué punto la despoblación es irreversible. Creo
que la mayoría experimentamos una disyuntiva racional y sentimental que viene a
decir lo siguiente: no debería desaparecer ningún pueblo, pero es ley de vida y
signo de los tiempos. Sin embargo, esta última parte del axioma esconde una
falsedad: la despoblación no debería ir acompañada de desarticulación del
territorio, de desigualdades muy difíciles de superar en el día a día, que obligan
a veces a un ejercicio de quijotismo desmedido para cumplir algo tan básico
como vivir donde vivieron durante generaciones tus ancestros. Y sí: las
ciudades, sus periferias, sus extremas desigualdades, son a veces más
inhóspitas que una aldea remota. También hay “últimos” en las ciudades: sin
nombre, sin futuro, sin nadie que atienda sus necesidades.
¿Está aparejado la
pérdida de poblaciones rurales con la pérdida de los oficios (pienso en Jesús,
el herrero de Checa)?
Ese es uno de los dramas de la extinción demográfica de
este territorio de 1.355 municipios que conforman la Laponia española o
Serranía Celtibérica. Con el proceso de demotanasia, que es la palabra
utilizada para definir el proceso de muerte silenciosa de un pueblo por acción
u omisión de políticas públicas, no solo desaparecen cientos de pueblos.
También perece parte de su cultura, de sus maneras de vivir, de una cosmovisión
rural que, lejos de ser idealizada, constituye un patrimonio inmaterial único
de nuestro acervo cultural.
“La soledad elimina
interferencias”. La gente que vive en estos territorios, ¿es más ella? Quiero
decir, ¿se conocen mejor?
Eso lo dice Alberto Corella, un cocinero y poeta muy
interesante con el que hablé en Checa, enclavada en una zona cero de la despoblación
como son los Montes Universales: más grandes que la provincia de Álava y con
apenas 3.500 residentes. ¡Menos de 1 habitante por kilómetro cuadrado! Eso me
dijo Alberto: este contexto de la despoblación extrema actúa como amplificador
emocional: si tú estás bien, allí estarás mejor; pero si estás mal, ese sitio
con tan poca gente y tan aislado puede ser un infierno insufrible. Nunca hay
que dejarse guiar o cautivar por el tópico del “locus amoenus”: la vida en
calma, el aire fresco, la tranquilidad. La montaña, el frío, la falta de
servicios o el abandono sistemático de la Administración hacen de la Laponia
española un territorio difícil.
“No es tan difícil
vivir en el sitio en el que has nacido”, le dice Matías. ¿De qué depende que
algunos se queden en él y otros no lo soporten y emigren?
Creo que no hay patrón que pueda resumir esa pregunta. Son
casusas muy diversas, muy personales. Sí que puedo decirle que, en este viaje
de 2.500 kilómetros por las diez provincias que conforman esta huella semidesértica
en el mapa español, vi gente muy feliz por haberse quedado, y también alguno
que otro que se arrepentía de no haber seguido los pasos de cuantos abandonaron
estos pueblos pequeños pensando que Eldorado les esperaba en las urbes. Y era
falso, claro. Pero eso no lo supieron hasta mucho después. Para muchos fue una
estafa todo aquello que les prometían en las ciudades. Creo que para nadie fue
un tránsito fácil: ni para los que se marcharon a la periferia de las grandes
ciudades para deslomarse en fábricas y oficios de última categoría mal pagados,
ni para los que se quedaron en territorios que han ido menguando hasta
conservar apenas un hálito de vida.
¿Es difícil no aplicar
la mirada romántica cuando uno transita estos lugares, no reconocer en ellos
cierta Arcadia perdida?
Mira si es difícil que es un propósito que quise abordar
enseguida en “Los últimos”. En la página 17 ya lo advierto: fin del bucolismo.
Hay que huir de idealizar el entorno rural. Ni la Toscana ni Belfast, como dice
el escritor Alfons Cervera. O quizá las dos: pero no olvidemos que aquí hay un
conflicto político latente que se esconde tras el canto de los pajaritos y unas
nubes que parecen al alcance de la mano. Solo hay que hablar con sus habitantes
para conocer esos problemas, como por ejemplo el cierre de los colegios
rurales.
¿De qué modo el espacio
deshabitado y agreste cincela el carácter de estos habitantes?
Dicen que todos somos, en cierto modo, producto del lugar
en el que hemos nacido. La falta de socialización como producto del aislamiento
y la despoblación puede ir encerrando a la persona en su interior, en sus
principios asentados. ¡Pero díselo a un urbanita que sube en el ascensor de una
finca y no es capaz de aguantarle la mirada al vecino que entra en ese elevador!
¡O que jamás saludaría a una persona por la calle o en el metro! Insisto:
cuidado con los tópicos.
Estos pueblos, ¿se
parecen más a monasterios naturales y laicos o a cárceles improvisadas?
Cárceles jamás: casi nadie vive allí a la fuerza y muy
pocos lo pueden llegar a vivir como castigo. En algunos monasterios hay más
frailes que en muchas aldeas o pedanías de la Laponia española. Yo estuve con
Matías López, único habitante de Motos. O con Faustino, único residente todo el
año en Tobillos. Estuve también en el
monasterio de Silos, que tiene 25 frailes, para conversar con su prior, Moisés
Salgado, sobre el silencio. Como la montaña, el frío, la ausencia de voces
infantiles o las personas mayores, el silencio es una característica básica de
este territorio enorme que dobla en tamaño a Bélgica aunque solo tenga 480.000
habitantes. Aludiendo a Raimon Panikkar, el prior de Silos me advirtió de que
todos llevamos un monje en nuestro interior. Un arquetipo monástico. Quizá los
que se quedaron, estos “últimos” a los que yo aludo en el título por el proceso
de extinción demográfica y como denuncia de que son los últimos en los que
piensan los Gobiernos, las empresas o la sociedad, tuvieran un arquetipo monástico
más acentuado que la media. Una inclinación a vivir más en soledad, en
silencio, con una vida sencilla.
¿Qué ha aprendido de
estas gentes?
Mucho más de lo que ellos podrían aprender de mí. De los
cuatro habitantes de la aldea riojana de El Collado, sin energía eléctrica a
pesar de sus reivindicaciones, aprendí que el idealismo es lo último que se
debe perder. De Teruel Existe, que la reivindicación y la lucha tienen
recompensa. De Héctor Martín, profesor del colegio rural de Moros que cerraba
ese curso con sus cuatro alumnos, que no hay nada como la vocación. Del prior
de Silos, que el materialismo y el consumismo está devorando más nuestro
interior de lo que pensaba. De Juanito, en la aldea valenciana de Sesga, que
las lecciones más básicas de la vida (no ser esclavo de un empresario, no
hipotecarse, no seguir la corriente general) caben en tres frases. De Paco
Moreno, que la defensa de la cultura local, su lucha por recuperar las palabras
autóctonas de Aras de los Olmos (saguz,
arratear, barataná, esprajismo, zurrir, etc.), es el más bello acto de
militancia cultural. De los compañeros del Nordeste de Segovia, que el “homo
neorrural” es una especie muy desnortada y frágil, muchas veces inadaptada para
estas formas de vida en medio de la despoblación. Aprendí tantas otras cosas
del medio centenar de personas con las que hablé en este periplo que me
considero un privilegiado por haber podido realizar y contar este viaje
invernal y en solitario. Un viaje que en un principio iba a hablar de la
despoblación y ha terminado hablando de muchas otras cosas: soledad, silencio,
idealismo, lucha, desigualdades, superación de obstáculos, utopía,
anticapitalismo, cultura, apego a una tierra.
En estos lugares lo
importante se recoloca (recuerdo el maestro que llega a Cuevas de Cañart y
comenta el suceso de Las Torres Gemelas que no parece despertar demasiado
interés entre los paisanos). ¿Qué es lo importante para esta gente?
La felicidad, al fin y al cabo. Una felicidad que, casi
siempre, adquiere unos ropajes más puros de lo que estamos acostumbrados. Con
menos ferias de las vanidades, diría yo.
¿Todo lo triste tiene
alma, como decía Machado?
Machado es una
referencia obligada en este viaje narrado, en esta incursión humana y
periodística a una tierra ignota para la mayoría de españoles. Queda el regusto
de la tristeza de ver cómo se abandona a su suerte este desierto con almas,
pocas pero aún vivas y con esperanza de que se actúe. Mi propósito ha sido
escucharlas, darles voz, retratar esta despoblación. Mostrar su cara humana a
través del periodismo. Y conocer es el primer paso para actuar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario