CHANTAL MAILLARD:
HABITANTE DE HENDIDURAS
No
hay palabra que no vele,
que no enturbie,
que no oculte.
que no enturbie,
que no oculte.
Foto de Bernabé Fernández |
Hace veinte
años, la poeta Chantal Maillard (Bruselas, 1951) tomó distancia de la filósofa
María Zambrano, a quien había habitado de una manera que la situó como una de
las mejores conocedoras de la obra de la malacitana. Tomó distancia porque no
bastaba la razón poética: ésta no podía decir, no puede participar del
acontecimiento, queda fuera de él. Extramuros. Maillard cinceló ‘La razón
estética’ (reeditado ahora por Galaxia Gutenberg), una propuesta para construir la
realidad. Con el ritmo armonioso y frágil pero preciso como baba de
caracol, Maillard convoca las palabras exactas para componer su narración, al
tiempo que lo conjuga con ese pulso instintivo, siembre lábil y poético, que en
este texto se resume en un concepto: el gesto. Revisado y con alguna
adenda intercalada, ‘La razón estética’ nos habla de lo sublime, del héroe, de
la libertad interior, del silencio, de la creación de mundo, del no pensarnos
como ser sino como ser que sucede, del vértigo del hastío y de la propuesta
de abestiarse. Nos habla de ella. Pero nos interpela.
Hace veinte años su propuesta resultaba, dentro de un cierto orden, más
optimista que la que se advierte en esta revisión. Salvo para los aurigas del
capitalismo, ¿estamos peor que en entonces?
Han cambiado
muchas cosas en veinte años. Para empezar, al inicio de los noventa no se había
generalizado aún el uso de los ordenadores, tampoco existían los móviles. Estas
tecnologías podrían haber mejorado la vida del planeta, pero ha pasado lo
contrario. La especie humana ha proliferado y se ha extendido al modo en que lo
hacen las plagas: destruyendo las formas de vida en las que se alojan hasta
dejarlas exhaustas. Por supuesto, toda plaga perece con su huésped. La
propuesta de una razón estética, perceptiva, sensorial (que no senti-mental)
apuntaba a la recuperación de una anterioridad en la que poder situarse
previamente al discurso. Pero ha primado lo discursivo, el dia-logos,
y no hay diálogo sin diferencias, sin enfrentamiento.
¿Es pertinente hablar de progreso, en tanto que mejora colectiva de la calidad de vida, o más bien sería mejor hablar de desarrollo, en tanto que ‘mejora’ para unos pocos?
Ni una cosa ni
otra. Progreso y desarrollo son conceptos que pertenecen a la historia de la
industrialización y los inicios de la banca y del capitalismo. Hemos progresado
desde entonces sobre millones de cadáveres. La idea del progreso está ligada a
la idea del beneficio de unos pocos en detrimento de otros muchos. También la
de desarrollo, por supuesto, pensada exclusivamente para la especie
humana en detrimento de las demás. Es este un punto de vista un tanto
obtuso si nos paramos a considerar que nada en este mundo es independiente.
Creo que este planeta ha sido demasiado generoso con el ser humano.
“Los límites de lo observado están dibujados en la mente del observador antes de ver”. Si “ver es pensar”, como dice, ¿contemplar, templarse con lo mirado, sería dejarse afectar por lo mirado?
Cuando miramos,
generalmente, recortamos un trozo de la realidad. Ver es delimitar, trazar un
marco. De esta manera podemos nombrar, hacer diferencias, y hablar de ellas. No
se puede hablar sin diferencias. Pero ocurre que generalmente, también,
terminamos hablando de lo que otros recortaron anteriormente, y dejamos de ver
la totalidad. Una vez establecidos los límites, la realidad toda entera queda
fragmentada en sus recortes. A partir de ellos construimos un mundo. Los
mundos, los construimos entre todos. Todo mundo construido obstruye la visión
de aquello a partir de lo cual se ha construido. Como resultado, terminamos
viendo lo que estaba pre-visto. No obstante, si nos situamos entre las cosas
con una atención abierta, puede que eso que llamamos “realidad” nos dé
sorpresas. Contemplar es es situarse entre y con todo lo demás. Situarse en el
lugar donde la comprensión de la anterioridad que define todo lo viviente.
Somos un punto más de entre todo aquello que va sucediendo, sucedemos al tiempo
que observamos, y nos vamos transformando al tiempo que lo observado. Si uno se
aquieta y deja que la realidad suceda dentro de sí al igual que sucede fuera,
se averigua partícipe de esa realidad, de ese hacerse, de ese transformarse. No
somos observadores independientes de lo observado, no hay un sujeto como punto
fijo desvinculado de lo demás ni un yo que no esté en proceso.
Y para adentrarse en el lugar en el que suceden las cosas hay que
aquietarse…
El
aquietamiento es imprescindible para comprender la naturaleza de la mente, esa
sucesión de imágenes que se traduce en sensaciones, emociones, ideas, etcétera.
Pienso que el malestar de nuestras sociedades podría resolverse, al menos en
parte, si fuésemos capaces de aquietarnos y tomar distancia de ese proceso –
que incluye, por supuesto, nuestras opiniones y nuestras creencias, empezando por
la de nuestro “yo”. No se trata en realidad de una educación, sino
de una des-educación. Un aprendizaje del silencio y de la observación de los
procesos de conciencia. Esto es algo que la razón lógica ha desdeñado desde que
–lo diré en términos zambranianos– “la razón se enseñoreó”.
La ignorancia, en tanto que posibilidad de descanso en lo que somos-siendo, ¿tiene que ver con ese vacío necesario que se requiere para poder recibir, con el despojarse?
La ignorancia o
mejor, la conciencia de la ignorancia, en cuanto a la realidad se refiere, no
es un punto de partida, más bien es un resultado. La conciencia de la
ignorancia nos permite descansar de la responsabilidad de crearnos el mundo
continuamente y de creérnoslo, la ignorancia es un descanso, sobre todo, de la
creencia. Porque los mundos no son, los vamos construyendo, pero luego perdemos
de vista el trayecto y empezamos a creer en el resultado como si hubiese
existido siempre. Desvincularse de esa creencia es un alivio.
Es que tiene tan mala prensa la ignorancia…
Uno de los
últimos poemarios de Antonio Gamoneda se llama ‘No sé’. Cuando al final de su
vida una persona es capaz de decir ‘no sé’ y repetirlo con tanta insistencia,
me merece mucho respeto. Yo cada vez sé menos, y esto resulta incómodo cuando
estás en el mundo de la palabra, donde te instan siempre a responder.
…lo siento…
Es difícil
negar la palabra y mantenerse del lado del no sé. Sin embargo, me
encuentro cada vez más ahí. No porque sea mejor o peor, sino porque uno va
bajándose de todos los caballos sobre los que cabalgaba tan ufano, tan
“creído”… en ambos sentidos.
El héroe moderno es capaz de dar la vida por una idea o un amor ideal, el postmoderno, que relativiza las ideas, se vive o se mata por una sensación. ¿En alguno de los dos casos merece la pena?
“Morir por una
idea, de acuerdo, pero de muerte lenta”, cantaba Brassens... La del héroe es
una figura trágica. En el libro analizo esa categoría y su periplo. Porque si bien
las categorías estéticas (y sentimentales) son básicamente las mismas en todas
las culturas y épocas, sus modalidades varían de una época a otra, que se
transforman o retroceden de acuerdo con las fluctuaciones culturales. Es el
caso de lo trágico que da lugar a lo sublime en el romanticismo, que a su vez
da lugar al sentimentalismo a finales del XIX, para derivar finalmente en
el kitsch de principios del XX. El héroe de los westerns,
que tiene siempre un cigarrillo en el bolsillo para sacarlo en el último
momento, cuando espera la bala que ha de darle muerte, era aún una figura
trágica. Pero el sentimiento que el espectador experimenta ante esa escena se
modifica en la posmodernidad cuando, por ejemplo, en la película de Lynch
“Corazón salvaje”, la chica accidentada, con un agujero en la cabeza, se
desploma y pide que le den su lápiz de labios. Ese sentimiento es el de una
extraña ternura, algo que podía haber dado lugar a la compasión. Pero en
general fuimos más bien por otro lado. No se muere ahora por ideas, tampoco ya
por sensaciones. En las sociedades acomodadas se cambia ahora de ideas y de
sensaciones como de ropa. Hay un mercado amplísimo de ideas y de
sensaciones.
Se muere por hastío…
A causa del
hastío más bien. El hastío provocado por la insatisfacción. Lo que los mercados
nos ofrecen no satisface y ésa es la idea. El mercado ha de mantener la tasa
adecuada de insatisfacción necesaria para que se quiera seguir consumiendo, no
le interesa la satisfacción del consumidor, lo que le interesa es perpetuar su
insatisfacción, su ansia. A la larga, esto puede provocar hastío. Porque se
termina intuyendo que lo que realmente se necesita es otra cosa, algo que no
está al alcance de la mano, que ni te van a vender ni te van a proporcionar los
medios para alcanzarlo. Lo que se necesita tiene más que ver con la
recuperación de una interioridad que está dañada por todos lados.
No es posible, sin silencio, saber qué necesita, qué quiere uno. ¿Sólo el silencio romper la inercia de uno mismo y acalla los estímulos externos que nos dicen qué somos y qué queremos?
No creo que sea
posible de otro modo, creo que es necesario aquietarse. Es imprescindible
alejarse de los ruidos, del ruido, y hemos aumentado los decibelios en todos
los aspectos hasta cotas insoportables. El animal humano es ante todo un
“aumentador”, un “au(c)tor”. Necesita aumentar la realidad. El
animal no humano no la aumenta. La realidad, si entendemos que esta palabra designa
lo anterior a las representaciones, es aquello en lo que cualquier animal se
mueve. El humano la aumenta a través del lenguaje, del arte… la interpreta, la
re-presenta. El cúmulo de aumentos en el que hemos convertido nuestra realidad
ha creado un ruido absolutamente innecesario y ensordecedor, padecemos una
sordera múltiple y común, comunitaria. Por eso, entre otras cosas, nos resulta
tan difícil aquietarnos, aquietar la mente.
Uno de los modos de ser, explica, es la capacidad de acción. Acaso,
¿la escucha no es el colmo de la acción? ¿No se reduce, de alguna manera, toda
la vida en la capacidad de escucha?
No escuchamos
tan fácilmente como oímos. Cuando oímos ruidos, estos nos atraviesan, y lo
hacen formando imágenes; esas imágenes se encadenan apelando a emociones que
luego se convierten en sentimientos que a su vez dan lugar a ideas, que darán
lugar a acciones, las cuales darán lugar a nuevas emociones y así
sucesivamente, un proceso continuo. Ese es el hilo mental. Los ruidos forman
parte de ese proceso por cuanto que forman imágenes. La escucha es otra cosa.
La escucha es situarse frente a ese proceso como si fuese algo que no te
pertenece y verlo y observarlo, o escucharlo. Ahí sería lo mismo el ver que el
escuchar. La escucha es parte de la observación del mismo modo que el
contemplar que mencionaba al inicio: estar delante de, un poco como al acecho.
Como los animales…
Sí, al acecho,
la mente como presa. Las imágenes como presas.
Propone recuperar la conciencia pre-reflexiva, acaso la animal. Habla de la necesidad de abestiarse, utilizando el término de Montaigne. Me pregunto si aquel que sea capaz de abestiarseno será finalmente integrado en el sistema y, por tanto, modificado en su naturaleza abestiada para ser lo que era antes.
La
palabra bête, de la que Montaigne hace uso con el verbo s’abêtir (“abestiarse”),
tiene en francés dos acepciones, una, la que se traduce comúnmente como
“bestia”, aunque no tenga el sentido de ferocidad y salvajismo que el
castellano le atribuye, la otra, la de tonto, estúpido. De manera que cuando
habla de la necesidad de “abestiarse” (s’abêtir) Montaigne alude a la
necesidad de acercarse a la inocencia y al saber del animal, recuperar aquel
estado anterior al uso desmedido de la razón lógica que nubla nuestra capacidad
de empatía y de respuesta al medio. Abestiarse significa abandonar nuestra
prepotencia, ser un poco más humildes. Desocupar la mente de sus saberes.
Desaprender lo con-sabido. Y de esta manera, acceder al principio de
indefinición de todo individuo (su anterioridad) sin cuyo conocimiento
cualquier tratado de convivencia resulta insostenible.
Una de las pocas alternativas que tenemos para ‘ser’ de un modo pleno es conocernos a nosotros mismos. ¿Cómo es posible que parezca que nada nos concierne (los inmigrantes hacinados en Turquía, el tráfico de armas del que participan nuestros gobiernos ‘democráticos’, etc.?
Este es un tema
que me preocupa, y mucho. Parece que solamente nos concierne lo próximo. Sin
embargo, en la sociedad global que hemos montado, resulta que todo lo que
ocurre en “otro lado” sí que nos concierne. Si familias de yemeníes mueren por
las armas que les enviamos a Arabia Saudí, evidentemente nos concierne. Si el
móvil o el ordenador que hemos utilizado termina en las playas de Ghana
contaminando los peces de los que se alimentaba la población, nos concierne. ¿Y
de verdad creemos que no tenemos nada que ver con la guerra en Siria? Pero no
salimos a manifestarnos por tales cosas. Parecen menos importante que nuestras
banderas.
Si he creído
que era pertinente que La razón estética se volviese a editar
es porque sigo pensando que una educación de la sensibilidad es, ahora más
que nunca, necesaria. Cuando el mundo se ha vuelto todo entero
representación, es urgente que sepamos distinguir qué tipo de emociones son las
que guían nuestro entendimiento. En la representación cualquier
acontecimiento, sea éste de la naturaleza que sea, se recibe con una tasa de
placer que viene a sumarse a la variante emocional que entra en juego. Ese es
el poder de la ficción. Cuando asistimos a los acontecimientos “como si” fuesen
un espectáculo porque se nos re-transmiten por los mismos canales y en el mismo
formato que la ficción, nos llegan con ese plus de placer que caracteriza todo
espectáculo. Los noticiarios se convierten entonces en capítulos de series
televisivas y las historias de corrupción o el seguimiento del éxodo de las
poblaciones, en sendos culebrones que se reanudan a diario a la hora prevista y
que reconocemos por el titular: “Crisis de refugiados”, “Ataques terroristas”,
“Proceso catalán”, etcétera.
Es importante
aprender a tomar conciencia de cómo los movimientos reactivos (o emociones) se
ensamblan con los valores inculcados, dando lugar a lo que llamamos
sentimientos y de cómo les añadimos automáticamente la creencia de que son
“nuestros”. “Yo siento”, decimos, sin darnos cuenta de que ese “yo” se ha ido
fabricando exclusivamente en el proceso, de que “se” siente
lo que “se” piensa, y que el “se” es siempre cualquier cosa salvo la decisión
de una mente libre. Y así salimos a la calle cargados con una bomba de
relojería que puede estallar en cuanto sean activados los estímulos
pertinentes.
En sus ensayos siempre zurce aquello que quiere contar con la palabra precisa, al borde de lo real, y al tiempo emplea para ello una imagen poética que hilvana el texto, mucho más lábil, en este caso ‘gesto’, esa inflexión cósmica. ¿Podría ahondar en este concepto?
El “gesto” no
es el signo, es una trayectoria. Un “gesto” es por ejemplo aquello que hacemos
cuando movemos simplemente el brazo desde un lugar en el que estaba parado al
lugar en el que irá a pararse de nuevo. Aquel simple gesto es una trayectoria que
deja una estela a su paso. Cada detención un punto. Así todo. Un individuo es
una trayectoria. Todo en la naturaleza está en movimiento. Infinitas
trayectorias que convergen y salen disparadas. El universo es el complejo
entramado de todas las estelas.
Esto tiene que ver con que no somos, sucedemos, tan importante en ‘La razón estética’…
No somos,
sucedemos. En efecto. Desde hace unos pocos siglos, el pensamiento occidental
ha entendido la realidad en términos de “ser”. El “ser” es uno de esos conceptos
que pertenecen al léxico último: de ellos no podemos dar razón, por lo que sus
definiciones no pueden ser más que puras redundancias. No es
indispensable pensar en esos términos. Otras culturas no han pensado así. Si
pensamos el mundo y los individuos como sucesos en vez de como entes,
obtendremos un espacio de transformación en vez de un territorio de discordia.
En ese espacio, todo viene a serlo todo, incluido el observador, claro está. La
realidad, entonces, no es un algo que está hecho sino un hacerse. La cuestión
es comprender que formamos parte de ese hacerse.
No somos, sucedemos, Nada sucede, todo acontece, es decir, todo tiene que ser contado. Pero quizás lo más importante de esta conversación que estamos teniendo no pueda contarse nunca. ¿Por qué esa necesidad de capturar, de aprehender, de enjaular todo con palabras, como si de otro modo no existiera?
Por necesidad
de representación: lo propio de lo humano es aumentar aquello en lo que está.
Contar forma parte del aumento. El animal no humano no necesita contarse, tiene
otro tipo de saber que es el que precisamente hemos olvidado. Si la propuesta
de una razón estética es pertinente aún hoy en día es, entre otras cosas, por
su intento de recuperar ese conocimiento perceptivo que une, que no diferencia,
que nos enseña que no somos sino que sucedemos entre. Y con. Es
curioso ver cómo terminamos creyendo en los cuentos que nos contamos. La
Historia es el cuento sesgado sobre el que volvemos una y otra vez. Una serie
de guerras, de victorias, todo los demás pasando inadvertido. Escogemos una
sola trayectoria de entre las trayectorias posibles, que son incontables,
infinitas.
Me gustaría que explicase un poco el hecho de que proponga, a propósito de su reflexión sobre Zambrano, aquietarse en el claro del bosque “no para obtener una revelación, sino para producirla”.
Se trata de la
diferencia entre el modelo de revelación y el de construcción, la diferencia
entre un realismo mistérico (la realidad ha de desvelarse en el claro, ha de
hacerse la luz en la oscuridad, etc.) y un constructivismo (la realidad no se
descubre, se hace)… Si todo sucede y nada es sino que está-siendo, no podemos
hablar de la realidad como de algo que está oculto y que haya de descubrirse o
revelarse sino de que lo que hay para nosotros son mundos y que los mundos se
construyen. Va por ahí la cosa. Por otra parte, la palabra “revelación” habla
por sí misma: toda revelación es una re-velación, una vuelta a velar, es decir,
que el lenguaje siempre vuelve a ocultar aquello que señala. El decir es un
movimiento de velación, no hay palabra que no vele, que no enturbie, que no
oculte. Aquello que está-siendo, esa trayectoria anterior a la palabra que la
fragmenta y la de-termina, jamás podrá ser atrapada en la palabra que la
nombra, sólo podrá ser re-velada. De ahí que de ello lo único que podamos tener
son representaciones. Entre representaciones y escenarios anda el juego.
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