miércoles, 26 de marzo de 2014

ENTREVISTA A ÁNGEL GABILONDO, EX MINISTRO DE EDUCACIÓN







“La política es apreciar al otro no a pesar de que sea otro, sino precisamente porque es otro”



Pocos asuntos importantes quedan fuera de ‘El salto del Ángel’ (Aguilar). En dosis tan breves como agudas, Ángel Gabilondo (San Sebastián, 1949) se entrega a una búsqueda sostenida de la verdad sin dogmatismos, aspavientos ni gritos (porque también hay quien grita desde los libros). Más de setecientas páginas a través de las que vamos desvistiendo de cargos al que escribe, ministro de Educación y Rector de la Autónoma de Madrid, despojándolo de etiquetas (padre, esposo, hijo), y desnudándolo de lo accesorio para descubrir el fulgor de una existencia.

Todo el libro se sustenta en una imagen, ‘Il Tufattore’, ‘El salto del ángel’, que podría también aplicarse a ‘El nadador’, esa magnífica película protagonizada por Burt Lancaster, un buscador impenitente. ¿Uno encuentra la verdad o sigue a brazada limpia hasta que expira?
La vida siempre es una travesía peligrosa, y el riesgo es uno de sus atractivos; siempre estamos arrojados más allá del mundo que ya vivimos, salvo que uno se rinda y se resigne, y la vida no es resignación, sino lucha y búsqueda. Por tanto, de alguna manera, siempre estamos nadando; lo que pasa es que, a veces, hay pequeñas islas, archipiélagos, orillas, lugares de descanso donde nos encontramos con otros y donde cogemos fuerzas y razones para proseguir, pero nunca podemos decir “ya he llegado”. Eso sería estar acabado, finiquitado, finado, es decir, estar muerto. Creo en la vida como una permanente búsqueda.

Y en esa travesía de la que habla, ¿hay hoy más cantos de sirena que antes,  más estímulos que nos distraen de lo auténtico?
En general, todo está lleno de seducciones, nosotros mismos nos cantamos a nosotros mismos, es decir, no siempre la seducción viene de fuera, nosotros mismos nos inventamos razones para sobrevivir y nos contamos cuentos para dormir. Es verdad que, en cierta medida, necesitamos de algunos relatos o narraciones que nos estimulen, pero cuando son narraciones que lo que hacen es distraernos o fingir la realidad es otra cosa. Diría que necesitamos de ficciones, modos de ser de la verdad, pero no fingimientos, y los cantos de sirena que pervierten la verdad me parecen inquietantes, porque propician la resignación, la impotencia, el individualismo... siempre hay cantos de sirenas, y no siempre gradilocuentes hacia lo que va a venir, a veces lo que nos hacen es clavarnos en el propio sitio e impedir que demos el salto.

Los pronombres surcan muchas de estas meditaciones. ¿Cuándo se hace necesario enfundar el ‘nosotros’ y cuando el ‘yo’?
El nosotros, desde luego, ese nosotros que algunos han llamado la cuarta persona del singular porque hay un otros dentro;  nosotros somos porque hay un otros dentro, y cuando el nosotros olvida que somos otros me asusta mucho, porque suele ser un nosotros que anula las singularidades, un nosotros que silencia y aplaca aquello que nos es más peculiar. No quiero un nosotros sin otros. Dicho esto, diría que, en general, no es lo mismo ser individual que ser singular, el individualismo es la nouvelle vague de nuestro tiempo, una ola de individualismo nos recorre. Ser singular es importante, es tener palabra propia, nadie dirá tu palabra, nadie vivirá tu vida, nadie morirá tu muerte, y sólo se es singular en el seno de lo común, fuera de lo común no eres diferente sino indiferente. Pero, a veces, el nosotros se presenta como panacea que aniquila las singularidades y las destierra. El nosotros, esa cuarta persona del singular, es una pluralidad de singularidades. No lo entiendo de otra manera, ni la quiero si no es así.

Otra de las reflexiones más fructíferas del libro es la relación entre acción y pensamiento, como unidad casi de destino, que diría Fernando Márquez. Sin embargo, el español (acaso el ser humano) da la sensación de que coloca un abismo entre el ser y el deber ser kantiano...
Somos expertos en exigir a los demás, el país está lleno de expertos en exigir a los otros lo que han de hacer, y en proponer cambios que nos les incluyen a ellos. Esta escisión es la pérdida de la dimensión ética, porque la ética es reconocer espacios de justicia y libertad, y significa también tener una tensión permanente en la búsqueda de esos espacios que también hay que crearlos. En ocasiones confundimos los espacios que tenemos que construir con los espacios que ya tenemos; entonces todo lo que es se reduce a lo dado, contamos lo que pasa, pero no hacemos que pase otra cosa; mi pensamiento no se limita a describir lo que pasa, hace que pase otra cosa y, además, se preocupa de qué es lo que hace que pase lo que pasa para que, una vez que se preocupa de qué es lo que hace que pase lo que pasa, ver qué es lo que quiere que pase.

Me perdí.
Piénsalo. Una cosa es decir lo que pasa; otra, ver qué es lo que hace que pase lo que pasa, y otra, qué tenemos que hacer para que pase otra cosa. Eso es no confundir el ser con lo sido, como se ha dicho, sino el ser como una tensión de hacia dónde queremos ir, porque también somos lo que perseguimos, lo que buscamos, aquello por lo que luchamos, uno es también aquello que desea ser: díme qué deseas ser, quién deseas ser, qué buscas. El deber ser no parece como una especie de ensoñación, sino como un compromiso, una propuesta de vida, y por eso creo que pensar es una forma de vivir más que una actividad mental. El verdadero pensar de uno es su forma de vivir.

¿Se opina demasiado? Matizo: ¿se opina demasiado en público?
Me gusta mucho que se opine, pero me parece mal que nos quedemos sólo en las opiniones; filosóficamente, una cosa es la vía de la opinión y otra, la de la verdad, pero me gusta decir que las cosas no son lo que parecen pero aparecen como lo que son en lo que parecen; nos tenemos que fijar en lo que las cosas parecen, en las opiniones, y a través de las opiniones llegar más allá, porque todo está lleno de opiniones, prejuicios y presupuestos. El peligro es quedarse en ellas, quedarse asentado y fijo, reducir el pensamiento a opiniones, y a ocurrencias, que es la banalidad del pensamiento. Opino una cosa, tú otra, y nos creemos tolerantes; hay que crear espacios para la conversación, para el diálogo, para la confrontación de los argumentos y la búsqueda en común de las mejores posibilidades, un espacio del pensamiento que no es el de la indiferencia.

¿El problema es que uno no puede por menos que hacer siquiera un poco de proselitismo?
Claro, se quiere imponer nuestro criterio, todos pecamos de cierta sensación de ser el flautista de Hamelín, pero el buen pensador o educador no es el que dice ‘hazlo como yo’, sino ‘hazlo conmigo’; el educador no es el que quiere ser abanderado, sino el que crece al lado de los demás y camina junto a ellos. En ‘El banquete’ hay una frase bellísima; le preguntan al maestro que qué va a decir cuando llegue a tal lugar, y responde: “juntos los dos, mientras vamos de camino, deliberaremos lo que vamos a decir”. La mejor expresión del amor no es tanto ir del uno al otro, sino ir juntos en la dirección de algo-otro. Si se pierde eso se pierde la polis, que no es los que siguen una bandera sino los que van juntos probablemente conformando esa bandera, un horizonte.

Titula una de sus cavilaciones ‘La necesidad de enseñar’. Tengo la sensación de que cuesta profesar, por convencimiento, un discipulado sine die. Más bien paréceme que la idea de que uno lo sabe todo cunde rápido y, lo peor, es contagiosa.
Es la diferencia entre el filósofo y el sabio; Sócrates, cuando entra en el Banquete, entra en un espacio de conversación donde todos tienen que decir,  él muere como sabio al entrar en el espacio de la filosofía, que es un saber que se busca conjuntamente; pero hoy en día tenemos prisa, y la prisa es el otro nombre del miedo, y atajamos, huimos de las mediaciones, queremos aprender, pero no que nos enseñen, ni estudiar, por eso cunde esta sensación de que cuando reiteras algo, y lo haces, además, con firmeza, eres alguien que dices verdades; en cambio, si alguien razona, argumenta de manera pausada, parece que se está engañando; el que es cuidadoso parece sibilino y engañoso, pero el descuidado parece sincero. De ahí esa tendencia de ir al grano, con la metáfora avícola, de un pragmatismo mal entendido al convertir el objeto de nuestra búsqueda en una sentencia firme. Las palabras no son las cosas, pero indican por dónde buscarlas, la palabra señala, indica, pero a veces, para saber si estamos de acuerdo o no con algún argumento miramos quién lo dice.  Me gusta mucho el texto de Plutarco de sus ‘Obras morales’ sobre cómo escuchar, y la necesidad de adoptar una actitud de dejarse decir, en vez de creer que lo sabemos todo y mejor que el otro, porque  ¿con qué legitimidad puedo uno proponer algo a alguien si no lo escucho? Quien no escucha no está legitimado para hablar a otro y menos para hacer consignas o recetas o dar lecciones. 


En esta búsqueda en la que nos hemos enfrascado, ¿qué papel cumple la duda, el estupor y la intuición?
La duda es importantísima, la gente que no duda es peligrosa, la gente que solo duda, también; la historia está en cómo hacer de la duda una duda metódica, como diría Descartes, que sea un modo de proceder, que no sea un lugar de residencia sino de paso. Hegel dice que el escepticismo no es un lugar de residencia. La duda es importante, siempre hay que cuestionar y replantearnos las cosas, pero no es metodológica; el estupor es el origen de la filosofía, del pensamiento, ese asombro, y la percepción de que el asombro es la maravilla. El estupor, el asombro, es una escisión, una quiebra, una fractura, algo que no acaba de coincidir, como si nunca nos tuviéramos a nosotros mismos, como si nunca nos identificáramos con nosotros mismos, como si siempre viviéramos en una fractura y quiebra constitutiva. De ahí que haya que hacer de eso algo fecundo, creador,  no echarse a llorar y salir corriendo, sino asumir tu propia quiebra y convertir eso en la maravilla del devenir. Respecto de la intuición, en realidad indica ver el aspecto de las cosas, la intuición reduce las cosas a la pinta, en términos griegos al tipo; la pinta de algo... como cuando vemos algo de lejos. Es buena esta premeditación, esta presunción, que creas condiciones para ver; porque no vemos todo, vemos bastante menos de lo que creemos, y después lo componemos. Lo mismo con la intuición, hay que tenerla, o es bueno tenerla, pero hay que construir con ella algo superior. Me gusta mucho la gente con mucha intuición y me molesta mucho la gente que sólo se queda con la intuición. Con esa intuición hay que labrar algo, del mismo modo que hacen los artistas. Conceptum y concretum tienen la misma raíz, concebir es concretar, pensar es concretar.




 Asegura en alguna de estas meditaciones que la inclusión de los otros, de los discapacitados, por ejemplo, de los distintos, en definitiva, es el gran reto de nuestras sociedades. ¿Es usted optimista al respecto?
Es difícil siempre la asunción del otro, no sólo el otro como yo sino el otro que yo. Te haces mayor el día que descubres que los otros también desean, quieren, lloran, sufren... parece una perogrullada, pero hay gente que muere sin ver esto, gente que piensa que ellos son los únicos a los que les pasaba esto. Descubrir al otro es importantísimo, marca la relación entre hospis y hostis, hospitalidad y hostilidad, apreciar al otro no a pesar de que sea otro, sino precisamente porque es otro, y no querer al otro para asimilarlo, sino para incorporarlo desde su otredad. Eso mismo es la política. Y creo que van de la mano el hecho de la asunción y el reconocimiento del otro y el retorno de la palabra, que ha estado silenciada. La pregunta de si soy optimista al respecto me recuerda a la frase de Galeano que cita a veces: “guardemos el pesimismo para tiempos mejores”. Verdaderamente, no nos podemos permitir ese pesimismo con respecto al otro, no hay futuro social, ni de país, ni para Europa, sin incorporar al otro en su diferencia.

Qué miedo entonces ese título de la espléndida Jeanette Winterson de por qué ser feliz cuando se puede ser normal...
Tiene retranca... primero, tengo un cierto discurso contra lo normal. Sartre incita: “desarrollar vuestra legítima rareza”. Soy partidario de la rareza y de la diferencia; a veces lo normal se emplea como arma arrojadiza para eliminar la diferencia, la singularidad, la peculiaridad, lo normal como un proceso de normalización. No quiero ser normal si es un elemento clasificador que constriñe en las diferencias, que aplana y uniformiza, no quiero. A veces la empleamos con ternura, la palabra normal, como sinónimo de tener sencillez; me gusta lo sencillo, no lo simple; me fascina ser sencillo en lo común. Desde ese punto de vista, me considero de lo más normal.

¿De veras cree, como dice Cioran, al que cita, que “es la lucidez es incompatible con la respiración”? ¿Cómo sabe uno si es lucidez o autoengaño lo que siente como fulgor?
Le escribí siendo estudiante para preguntarle si se podía vivir sin fundamento; no hablamos contra a lucidez, sino sobre que, a veces, hay que vivir dentro de nuestros límites y posibilidades, esto es muy kantiano, hay que ponerse límites, porque si no te los pondrá otro, o caerás en ensoñaciones o alucinaciones e imaginarás la realidad; no hay una llamada a la resignación, sino una percepción de que la locura no es lo otro de la razón sino que es lo otro en la razón, y que todos al pensar coqueteamos con esos límites y los transgredimos, viendo hasta qué punto somos capaces de hacerlo, a eso se refiere Cioran. Y la segunda parte de tu pregunta es un riesgo que hay que asumir, que lo que creemos lucidez no sea más que ensoñación; no haré una lectura ilustrada de la razón, pero sí una defensa de lo razonable: igual lo digo un poco a la romana, pero abogo por una vida decorosa, decente, apta de la vida mesurada, ajustada, y eso no es una vida sin intensidad. No hay que confundir la medianía o lo mesurado con la mediocridad. La mesura es lo más ajustado, lo más justo, el equilibrio. 


Habla de la constancia, del esfuerzo, de la insistencia. ¿Qué cosas, de haberlas, ha habido en la vida que le han hecho claudicar? 
Una manera interesante de preguntar por algo sobre lo que muchos me preguntan y no suelo contestar... primero, esto lo he aprendido en mi casa, que la vida es lucha, austeridad, exigencia, comunicación, comunidad, esos valores que desconocen la resignación (otra cosa es la asunción de cosas que ocurren), con vértebra pelona, ha sido heredada a través de unos padres que han luchado y nos han enseñado que luchar es querer ganar y saber perder. Hablando del proyecto educativo, es importantísimo, habrá que llegar a un acuerdo, buscar un consenso, porque la estabilidad normativa es decisiva, al igual que la implicación de la comunidad educativa y la de todos los territorios... la educación y la cultura combaten la miseria e ignorancia del mundo y no saldremos de ésta si no es través de la ciencia, la innovación, la investigación, el conocimiento, la cultura, la educación, etc. Sin dar lecciones, yo también amo este país, y tengo el sueño de que lleguemos a espacios de acuerdo en educación. Desde que era chaval tenía obsesión por ser querido, como nos pasa a muchos, por eso cuento esto, crees que no te quieren lo que deben, que no te saben  querer, que la culpa a tienen los otros, y en algún momento descubrí que mi problema es que tenía que aprende a querer, que es muy difícil, quizás el reto más grande de la vida, ser capaz de verdad de querer, no es ñoñería sentimental, es ser capaz de vivir abierto a otros para configurar un nosotros. No quiero renunciar a esa proyecto conjunto de construir un espacio educativo done todos quepamos.

En estas más de setecientas páginas, aparte de un tino para aquello que se habla, de una manifiesta fragilidad, la de quien se expone, de un tono respetuoso pero crítico, de una cadencia armónica que atrapa al lector, por encima de todo ello, emerge un profundo amor a la palabra. ¿Qué palabra podría definir a Ángel Gabilondo?
Me han preguntado qué palabras me gustan, que una pregunta menos importante que la que me plantea, pero permíteme rebajar momentáneamente la importancia de la misma para después ir a ella; te diría que la palabra ‘gracias’. Las gracias que uno tiene son las gracias que uno da, cuando por ser un agradecido es un agraciado, porque hay cosas que solo se tiene si se da, el amor, por ejemplo. O las gracias. Sería bueno volver a pensar qué querían decir aquellas palabras ilustradas, fraternidad, igualdad... obligamos a repensarlas. Dicho esto, si tuviera que definirme en una, te diría que ‘salud’. La salud que no es sólo la ausencia de enfermedades, sino también salud social, vivir una vida armoniosa, gozada, dichosa, justa. Alguna vez he hecho referencia a la última palabra de El Quijote. Vale. La salud tiene que ver con el saludo, nosotros nos hemos saludado antes de comenzar la entrevista deseándonos salud. Vale no quiere decir ‘cállate ya’, es una expresión que aparece en las cartas grecolatinas que significa el deseo de que estés a la altura de tu propio valer, que seas valiente, que tu valentía y tu valía coincidan, una llamada a vivir, a arriesgar valerosamente para estar a la altura de lo que significa lo que vales. Este libro es una apelación a mí mismo, no es un manual de instrucción a los demás, en absoluto, sino que escribo esto también para ver si puedo llegar a ser quien no soy.