Galeano
o la voz de los insurgentes
Su propio apellido resulta un
arrullo de espuma batiente. Un zig-zag al pronunciarse que deviene en parón
debilitado. Murió ayer este uruguayo de alma descamisada y trazo en verso
denunciante siempre. Murió ayer este poeta que fue voz de los pequeños a pesar
de los tiempos y de los reconocimientos. Abrió las venas de América Latina y
las llenó de abrazos. Recorrió el territorio levantando acta de los saqueos
sufridos, de los excesos consumados, de la violencia sembrada. Todo ello sin
perder atención a cada uno de los “ciento veinte millones de niños en el centro
de la tormenta”. Todo ello haciendo de lo rudo, lo escandaloso, lo brutal,
tejido poético. Quizás cosa del apellido materno, el que se pespuntó al nombre.
Eduardo Galeano.
En España escribió su trilogía
‘Memoria del fuego’ (Los nacimientos, Las caras y las máscaras y El siglo del
viento), en la que ahondó más en las causas y desastres del continente al sur.
Y concluyó en síntesis, lo que ya sabíamos a nuestro pesar: que la historia de
América Latina es la historia del despojo de los recursos naturales. También
‘El libro de los abrazos’ (textitos mágicos, que abrazan, desde luego, y
sostiene la mano, y recogen el llanto que asoma de pura belleza ante el modo y
manera en que este uruguayo insensato mezcla las palabras -que saben a nieve-);
‘Amares’ (recopilación de golosinerías: “Nos amábamos rodando por el espacio y
éramos una bolita de carne sabrosa y salsosa, una sola bolita caliente que
resplandecía y echaba jugosos aromas y vapores...”); ‘Patas arriba’ (sobre la
descompensación cardíaca y solidaria de este mundo) y tantos otros títulos...
Pero fue mucho más. Fue, por
ejemplo, periodista. Con 14 años vendió su primera caricatura política al
semanario 'El Sol', del Partido Socialista. Después se convirtió en editor de
‘Marcha’, un semanario en el que confluían otras miradas nada displicentes
(Benedetti, Vargas Llosa), de ‘Época’, funda ‘Brecha’... Fue, por ejemplo,
militante de la izquierda (la izquierda como tierra en la que la raíz misma une
al cosmos y lo trasciende). Fue, por ejemplo, un entusiasta de las causas echadas
en abandono, y siempre que pudo colocó en ellas una bomba como quien dinamita
el corazón mismo de la muerte. Fue muchas cosas, este Eduardo.
Y sucede, en ocasiones, que se
muere alguien, alguien a quien has escuchado, a quien lees por las noches en la
intimidad de la ciudad que duerme, y repites sus palabras como jaculatorias
mágicas que convocan, y te sientes un tanto como su hermano, o su amigo,
incluso su amante si la acaricia prevalece. Y sucede que un día muere y tú te
sientes un poco menos tú, un tanto más indefenso, acaso como si a un poema se
le usurpase una palabra última del verso.
Es extraño, que muera alguien
a quien no conoces (o sí, de otra manera) y de pronto se te arranquen las ganas
de ese día. Y en la noche, así como hay noches en las que se te atraviesa esa
mujer única en los párpados, haya un Galeano que evoque sus versos, y sus
metáforas.
Un día muere alguien, se
marcha alguien, y el universo entero parece que se estremece.
‘La pequeña muerte’: “No nos
da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje, a lo más alto de su
vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos, voces
de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que pensándolo bien nada tiene de raro,
porque nacer es una alegría que duele. Pequeña muerte, llaman en Francia a la
culminación del abrazo, que rompiéndose nos junta y perdiéndonos nos encuentra
y acabándonos nos empieza. Pequeña muerte, la llaman; pero grande, muy grande
ha de ser, si matándonos nos nace”.
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