“Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no sólo
no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella. Todas
mis palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la
palabra que es el silencio, dicha de muchos modos”. De esta manera, Leopoldo (María)
Panero (Madrid, 1948, Las Palmas de Gran Canarias, 2014) recapitulaba su
poética en la antología de novísimos que elaboró Josep María Castellet. Corría
–acaso galopaba- el año 1970, y Panero era el más joven de los escogidos para
una de las compilaciones literarias más mentadas, como permiso de la de Gerardo
Diego.
Panero fue un abominado, un réprobo de las buenas formas, un
excomulgado de lo bello vestido de apolíneo, un protervo de lo predecible.
Príncipe de las tinieblas de unos versos que encabalgaba a borbotones, Panero,
el último de la saga. De una estirpe marcada por un fin de ciclo. Una madre
fría como el destino, un padre ausente como lo insignificante, y unos hermanos
pendientes en sobrevivir a un desastre que no habían elegido.
Habrá quien no haya oído hablar de los Panero por una caprichosa
ligereza. En Astorga nació el linaje. Leopoldo Panero, cabeza de familia y
alfiz del régimen. Poeta digno y envalentonado, alcohólico sin oposición, y
tierra fértil para el cultivo de la amistad. Frecuentaba a Agustín de Foxá,
Luis Rosales, otro Luis, más pulcro si cabe, Cernuda, el agreste visionario
Pablo Neruda y el mismísimo Eliot, conocedor de lo baldío. Su casa era un
cenáculo de lo intelectual, que hubiera escrito Agustín Lara.
Sus hijos, Juan Luis, Leopoldo (María) y Michi no dejaron
descendencia. De incendiada existencia, la fecundidad fue acallada a golpe de
verso y de infiernos. La madre, esa exquisita mujer perversa y sutil, de
aspecto frágil y alma fea, Felicidad Blanc, los castró con su apatía. “No sabía
qué hacer con él”. Y así permitió imperturbable que lo encerraran en un
psiquiátrico.
Leopoldo (María) Panero. El paréntesis rinde homenaje a los dos
nombres que utilizó (el segundo intermitente llegó después de muchos años, para
poner más distancia entre él y el otro, entre él y el mundo, entre él y su
padre).
De la familia Panero Blanc dan buena cuenta dos documentales,
fascinantes por lo aterrador. El primero de ellos, ‘El desencanto’, ese poema
visual en blanco y negro que anuncia la modernidad de un país que trataba de
expectorar las bascas de un régimen que agonizaba. Rodado por Jaime Chávarri,
encontramos a los tres hermanos y a una madre que recibe insultos y reproches
con estupor, con una profilaxis propia de morgues y nunca de madres. El
segundo, ‘Después de tantos años’, de Ricardo Franco, cuando Felicidad Blanc ya
había recibido tierra.
Leopoldo, como sus dos hermanos, además de acostumbrarse a
presencias titánicas de la poesía eterna –recuérdense algunos de los nombres
antes mencionados-, estudió en los mejores colegios e institutos de España,
Europa y América. Fueron preparados para convertirse en la elite docta que
reemplazaría a las caducas mentes que gobernaban el país. Pero ninguno de ellos
pensaba en el poder, ninguno de ellos aspiró a la gloria, ninguno de ellos se
sintió siquiera invitado a vivir.
Murió el más joven de los hermanos, José Moisés, Michi, a cuenta
de los excesos de juventud, que le procuraron una salud quebradiza. Después,
Juan, ese figurín de poeta corpulento. Y ahora Leopoldo (María). Y la muerte le
ajustició durmiendo. Justicia poética para quien no tuvo un instante de plácida
lucidez. Todo en él fue escarpados parajes umbríos, lúgubres, lóbregos,
poblados de lobos que a zarpazos le marcaron el alma maltrecha de cuna.
Basta recostarse en su mirada para saber que está(ba) -aún es un
cuerpo caliente de matices- escindida de lo real. Como la de cualquier buen
poeta. Pero la suya se excedió y ya no pudo regresar de aquel averno que
encontrase. Con el cigarro en ristre, como un apéndice volátil de sus labios,
respondía improvisando cada pregunta. Hablaba abofeteando los convencionalismos
que nos permiten el diálogo, pero hablaba en metáforas oníricas que
comprendíamos en secreto.
De él hablan sus libros, libros que hay que leerlos a ritmo de
Coca-Cola, de la que era consumista rebasado (lo decente, e incluso la línea de
lo obsceno). ‘Así se fundó Carnaby street’, ‘Narciso en el acorde último
de las flautas’ –enorme, el titulo-, ‘Heroína y otros poemas’, ‘Guarida de un
animal que no existe’ o ‘Locos de altar’ –tan elocuente-.
Poemas dolientes, sin queja alguna, acaso exabruptos al cielo
caídos sobre el propio rostro. A estas alturas ya me habrán entendido. Aquí
queda una prueba, de ‘carta al padre’, fragmento: “Solos tú y yo, e
irremediablemente/ unidos por la muerte: torturados aún por/ fantasmas que
dejamos con torpeza/ arañarnos el cuerpo y luchar por los despojos/ del sudario,
pero ambos muertos, y seguros/ de nuestra muerte; dejando al espectro proseguir
en vano/ con el turbio negocio de los datos: mudo,/ el cuerpo, ese impostor en
el retrato, y los dos siguiendo/ ese otro juego del alma que ya a nada
responde, /que lucha con su sombra en el espejo-solos,/ caídos frente a él y
viendo/ detrás del cristal la vida como lluvia, tras del cristal asombrados/
por los demás, por aquellos Vous etes combien? que nos sobreviven/ y dicen
conocernos, y nos llaman/ por nuestro nombre grotesco, ¡ah el sórdido, el/
viscoso templo de lo humano!”
Se encaramó de la poesía de Gimferrer, cuando se llamaba Pedro en
vez de Pere, pero entregó su corazón –tan pronto dinamitado- a Ana María Foix,
con la que ha coincidido en el tiempo de la muerte, dentro de esa octava de que
dispone todo santo. Sea. Amor eterno, él siempre dijo. Amor imposible y siempre
en penumbra.
© Antonio Ruiz
Drogadicto, bisexual, apátrida en el alma, alcohólico, comunista, irreverente,
preso, suicida reincidente, admirado de Peter Pan -al que él hizo punk-, puro
exceso, extraño habitante de sí mismo, poblador de centros psiquiátricos en los
que barrió su vida, primero, Ciempozuelos, después Tarragona, Getafe,
Mondragón, Santa Brígida...
Ha muerto Leopoldo (María) Panero. Sólo le cabe ascender del
infierno en el que vivió.
De Panero resta decir que es un personaje raro.
Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores
acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o
solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso
de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas
curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya
desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor
que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta
refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
Esther Peñas
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