miércoles, 4 de febrero de 2015

Marga Gil o el disparo de amor clausurado




Érase una artista. Escultura, principalmente, aunque también dibujante. Se llamaba Marga Gil Roësset (Madrid, 1908-1932). Su primer cuento, dedicado a su madre, lo firmó y lo ilustró con siete años. Sus trazos nos remiten a un mundo interior enraizado y complejo como un manglar.  Húmedo como un manglar. Hermoso y sublime (sublime al modo que nos explicó Burke, ese estado oscuro, incierto y confuso), categorías que se excluyen y se despedazan y se devoran. 




Como tantas otras (citamos, por ejemplo, a Margarita de Pedroso), Marga se enamoró de un poeta. Juan Ramón Jiménez. Él la admiraba, la quería, la trataba, pero no pudo corresponder a su amor. Zenobia Camprubí ya impregnaba su manera de estar. De ser. Marga se enamoró del hombre, del símbolo, del poeta, del aroma de absoluto al que uno no puede renunciar por más que sepa que acaso no exista. 


Marga tuvo una vida intensa, profunda. “La experiencia vital de Marga  es la de una niña prodigio con una vida interior tremenda, de un dramatismo e intensidad difíciles de explicar... En menos de diez años experimenta un tremenda evolución, cambia de géneros y estilos, es tremendamente prolífica...”, nos explica Marga Clark, su sobrina.


“A los 15 años da el salto de la tinta china y la acuarela a la escultura, con una  técnica de vaciado en bronce y escayola; después, al tallado de madera, con gran maestría, por cierto, para esculpir más tarde en granito y piedra. Así hizo el busto de Zenobia”, prosigue.


Acaso intuyendo la brevedad de su existencia, su creación fue febril. Pese a que destruyó buena parte de su obra escultórica, la exposición que albergó el Círculo de Bellas Artes (comisariada por Ana Serrano) reunió en 2000 dieciséis esculturas y numerosa obra gráfica y fotográfica, aparte de otros documentos interesantes como canciones para niños. “Su legado es lo suficientemente importante como para recuperarlo y reivinidicarlo una y otra vez”, concluye Clark.


Marga era excesiva. Y todos hablan de su intensidad. Un exceso intenso del que, tal vez, ella fuera su principal víctima (se teme a la propia intensidad porque, al abandonarse a ella, uno corre el riesgo de estallar en mil teselas que nunca más recuperen significado alguno, a oscuras, en lo oscuro, y permanezca es una tristeza espesa de quien perdió el paraiso). 


A los 23 años, Marga conoce a Juan Ramón. Se enamoró de él. Y se suició, en plena efervescencia creativa, vital. Decidió quitarse la vida porque no le merecía la pena vivirla arrastrando un imposible. No sé qué dirían los psiquiatras, los psicólogos, los diletantes del alma humana (acaso pondrían en entredicho, como los ilusionistas que asaetan con sables a esa mujer semi oculta en un cajón, que alguien pueda, en sus cabales, suicidarse por amor). Los ejemplos de poetas (Marga, quizás escultura de oficio, pero poeta de naturaleza, al igual que Juan Ramón) que atentan contre sí cuántas veces, que se hacen daño y se destruyen y se ejecutan  son cuantiosos y abrumadores (en forma y fondo).


Acaso sólo es posible entender esa autodestrucción última, valiente, irreparable, desde la intensidad del deseo. Marga no profesaba ‘solo’ un amor sublime (y esta vez el concepto se refiere a la belleza extrema), un amor místico hacia Jaun Ramón. Un amor cómodo que permite imaginar y deformar al amado a nuestro antojo. Acaso en Marga mordía (dentelladas secas, calientes) los colmillos del deseo. Un deseo que, más allá de la unión carnal de dos personas que se aman, convoca la justificacción última de vida, lo único que hace soportable la idea de la muerte. “Si tú me dieras espontáneamente un beso...” escribe en su diario. 


Más. En la carta de Marga a Zenobia, le pide perdón por “lo que hubiera hecho si él hubiera querido”. El amor de Marga no es platónico, uno puede convivir, como con el misterio, con un amor no correspondido, pero es difícil hacerlo cuando el deseo preside ese amor, un deseo de que dos almas se besen y se enciendan en una sola piel. Marga acaso sintió que todo estaba hecho al conocer a Juan Ramón. Y es insoportable el devenir con esa certeza arraigada “...y no me ves... ni sabes que voy... pero voy... mi mano... en mi otra mano... y tan contenta... porque voy a tu lado...”

Marga escribió un diario en el que recogía su dolor. Un día (¿llovía, hacía nieve, sol de infancia?) se acercó a la casa de Juan Ramón y Zenobia. Le entregó su diario. “No lo leas ahora...” Después, se disparó en la sien. 


Ese texto, tan íntimo, tan sobrecogedor, tan personal y bello, lo publica ahora la Fundación Juan Manuel Lara con el sobrio título de su nombre: ‘Marga’. Fascinante el testimonio de Carmen Hernández-Pinzón, representante de los herederos del poeta, y de la semblanza de la artista a cargo de su sobrina, Marga Clark.

Juan Ramón y Zenobia, en cierto modo, vivieron en la sombra de esa muerte, que trataron de reparar con poemas, y menciones, y textos publicados. 


Y todo ello en tan solo ocho meses (como si no bastara un solo instante, una mirada única, una sensación de ausencia para tropezar en los desfiladeros del alma). Ocho meses intensos de amor que sació el pulso de Marga, sus ganas de, su voracidad por. Ya no quedaban violines. Acaso ni palabras.



Esther Peñas

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