Érase una artista. Escultura, principalmente, aunque
también dibujante. Se llamaba Marga Gil Roësset (Madrid, 1908-1932). Su primer
cuento, dedicado a su madre, lo firmó y lo ilustró con siete años. Sus trazos
nos remiten a un mundo interior enraizado y complejo como un manglar. Húmedo como un manglar. Hermoso y sublime
(sublime al modo que nos explicó Burke, ese estado oscuro, incierto y confuso),
categorías que se excluyen y se despedazan y se devoran.
Como tantas otras (citamos, por ejemplo, a Margarita
de Pedroso), Marga se enamoró de un poeta. Juan Ramón Jiménez. Él la admiraba,
la quería, la trataba, pero no pudo corresponder a su amor. Zenobia Camprubí ya
impregnaba su manera de estar. De ser. Marga se enamoró del hombre, del
símbolo, del poeta, del aroma de absoluto al que uno no puede renunciar por más
que sepa que acaso no exista.
Marga tuvo una vida intensa, profunda. “La
experiencia vital de Marga es la de una
niña prodigio con una vida interior tremenda, de un dramatismo e intensidad
difíciles de explicar... En menos de diez años experimenta un tremenda
evolución, cambia de géneros y estilos, es tremendamente prolífica...”, nos
explica Marga Clark, su sobrina.
“A los 15 años da el salto de la tinta china y la
acuarela a la escultura, con una técnica
de vaciado en bronce y escayola; después, al tallado de madera, con gran
maestría, por cierto, para esculpir más tarde en granito y piedra. Así hizo el busto
de Zenobia”, prosigue.
Acaso intuyendo la brevedad de su existencia, su
creación fue febril. Pese a que destruyó buena parte de su obra escultórica, la
exposición que albergó el Círculo de Bellas Artes (comisariada por Ana Serrano)
reunió en 2000 dieciséis esculturas y numerosa obra gráfica y fotográfica,
aparte de otros documentos interesantes como canciones para niños. “Su legado es
lo suficientemente importante como para recuperarlo y reivinidicarlo una y otra
vez”, concluye Clark.
Marga era excesiva. Y todos hablan de su intensidad.
Un exceso intenso del que, tal vez, ella fuera su principal víctima (se teme a
la propia intensidad porque, al abandonarse a ella, uno corre el riesgo de
estallar en mil teselas que nunca más recuperen significado alguno, a oscuras,
en lo oscuro, y permanezca es una tristeza espesa de quien perdió el paraiso).
A los 23 años, Marga conoce a Juan Ramón. Se enamoró
de él. Y se suició, en plena efervescencia creativa, vital. Decidió quitarse la
vida porque no le merecía la pena vivirla arrastrando un imposible. No sé qué
dirían los psiquiatras, los psicólogos, los diletantes del alma humana (acaso
pondrían en entredicho, como los ilusionistas que asaetan con sables a esa
mujer semi oculta en un cajón, que alguien pueda, en sus cabales, suicidarse
por amor). Los ejemplos de poetas (Marga, quizás escultura de oficio, pero
poeta de naturaleza, al igual que Juan Ramón) que atentan contre sí cuántas
veces, que se hacen daño y se destruyen y se ejecutan son cuantiosos y abrumadores (en forma y
fondo).
Acaso sólo es posible entender esa autodestrucción
última, valiente, irreparable, desde la intensidad del deseo. Marga no
profesaba ‘solo’ un amor sublime (y esta vez el concepto se refiere a la
belleza extrema), un amor místico hacia Jaun Ramón. Un amor cómodo que permite imaginar y deformar
al amado a nuestro antojo. Acaso en Marga mordía (dentelladas secas, calientes)
los colmillos del deseo. Un deseo que, más allá de la unión carnal de dos
personas que se aman, convoca la justificacción última de vida, lo único que
hace soportable la idea de la muerte. “Si tú me dieras espontáneamente un
beso...” escribe en su diario.
Más. En la carta de Marga a Zenobia, le pide perdón
por “lo que hubiera hecho si él hubiera querido”. El amor de Marga no es
platónico, uno puede convivir, como con el misterio, con un amor no
correspondido, pero es difícil hacerlo cuando el deseo preside ese amor, un
deseo de que dos almas se besen y se enciendan en una sola piel. Marga acaso
sintió que todo estaba hecho al conocer a Juan Ramón. Y es insoportable el
devenir con esa certeza arraigada “...y no me ves... ni sabes que voy... pero
voy... mi mano... en mi otra mano... y tan contenta... porque voy a tu lado...”
Marga escribió un diario en el que recogía su dolor.
Un día (¿llovía, hacía nieve, sol de infancia?) se acercó a la casa de Juan
Ramón y Zenobia. Le entregó su diario. “No lo leas ahora...” Después, se
disparó en la sien.
Ese texto, tan íntimo, tan sobrecogedor, tan
personal y bello, lo publica ahora la Fundación Juan Manuel Lara con el sobrio
título de su nombre: ‘Marga’. Fascinante el testimonio de Carmen
Hernández-Pinzón, representante de los herederos del poeta, y de la semblanza
de la artista a cargo de su sobrina, Marga Clark.
Juan Ramón y Zenobia, en cierto modo, vivieron en la
sombra de esa muerte, que trataron de reparar con poemas, y menciones, y textos
publicados.
Y todo ello en tan solo ocho meses (como si no
bastara un solo instante, una mirada única, una sensación de ausencia para tropezar
en los desfiladeros del alma). Ocho meses intensos de amor que sació el pulso
de Marga, sus ganas de, su voracidad por. Ya no quedaban violines. Acaso ni
palabras.
Esther Peñas
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