Érase
Carmen Martín Gaite
Dedicado a la emperatriz de los vencejos
Érase una mujer de gesto
sufrido y sonrisa de hada, de mirada encriptada y manos de partitura, que
quebraba las maneras con el detalle insólito. Érase una escritora en búsqueda
sostenida que miraba por la ventana de un paisaje que hizo suyo, una escritora
que convocaba la complicidad de cuantos se acercaban a sus historias y que
consiguió convertir su literatura en estado y geografía, en cuerpo y ánimo.
Érase Carmen Martín Gaite (Salamanca, 8 de diciembre de 1925- Madrid, 23 de
julio de 2000).
Lo suyo, su vida, sus
textos, son ‘El cuento de nunca acabar’. Cuento, no tanto como género sino como
esencia, fuera, acaso, su modo de estar en la vida. Cuento como narración oral.
Leer a Carmen MartinGaite es, más que leer, escuchar. Algo sucede en el modo
que tiene de ir zurciendo con palabras sus historias. La convención de la
escritura, esa distinción sutil que por darse en diferido tras la previa
reflexión le confiere un correcto acabado, se permuta en Martín Gaiteen la
frescura y cercanía de la oralidad, sin perder por ello una humilde elegancia
en las formas.
La figura del narrador se
disipa, y uno siente que quien le está contando aquello es ella misma. Cada
autor con vocación de clásico lo es por su impronta única, tan personal. Martín
Gaite hace posible el don del acompañamiento, de hacerse presente –y casi
corpórea- cuando uno la lee. Y, sin embargo, no dictamina, ni enjuicia, ni
limita. Porque es un ser fronterizo. Entre el sueño y la vigilia, entre la
denuncia y la comprensión, entre la terneza y lo severo, entre lo hermoso y lo
descarnado, entre lo público y lo férreo de su intimidad. Entre ella y el otro,
la palabra.
Martín Gaite llega a la
frontera misma por el hilo. Tejiendo. Hilvanando. Dando puntadas y pespuntes. A
vainica doble. En punto de cruz. Colocando remiendo allí donde el paño está
fatigado. Su literatura es el huso y el hilo, la madeja que va desentrañando y
el carrete que gira. Ella cosía como quien escribe. O escribía como quien cose.
Estando en la celebración. Es casi la metáfora pura porque la imagen y el
referente es de la misma naturaleza, son carne. La costura era en ella la razón
poética, lo que le permitía entender, bordando, todo aquello que podía tocar
con sus manos, cuanto alcanzaba su mirada, y las marañas de hilo –a veces de
lana- que guardaba en su costurero. Ella cosía con lo que había en él. Quiero
decir que ella escribía con los frutos de la siembra. Puede pensarse que es
común en quien escribe, pero de otra manera. Porque sus historias no se mueven
por veleidades curiosas al modo periodístico (eso podría resumirse sin perder
el alma), las suyas hablan una y otra vez de ella. Ella es la materia prima de
sus libros, porque se entrega a la fe absoluta en la capacidad referencial del
lenguaje. Su fe reside en lo sagrado de la palabra. Con la palabra, llega al
tú. El tú es lo que confiere su identidad. Martín Gaite es consciente de que no
hay un yo autónomo que se erige al margen, sino que hay un yo en diálogo con,
con el otro, con lo otro. Y si uno no es capaz de llegar al otro, a lo otro, el
yo no es. O no del todo. Este es el paisaje narrativo de Martín Gaite. Su
interlocutor.
Ese interlocutor que escucha
más allá de dar significado exacto de la construcción gramatical, que escucha
porque se deja en suspenso y se adentra en el otro, en quien habla, en lo que
habla, en lo que no dice. Que está en la celebración, no esperando turno para
la réplica, porque se sabe que en ocasiones no hay réplica posible, pero sí
calor de la escucha, que tiene no sólo valor estético, que importa, sino ético,
porque ser interlocutor es más una actitud ante la vida que una cortesía.
Por eso en sus textos es el
narrador quien se diluye, como por regla general el autor se desvanece, para
que emerja la persona. Por eso el lector se siente interpelado en lo profundo,
casi en su forma nominal primera. Más allá de la convención de que alguien nos
cuenta una historia a cada uno de nosotros, en Martín Gaite es Martín Gaite quien
nos la cuenta, de viva voz, de ahí que surja el milagro de la oralidad en su
lectura. Y precisamente porque la demanda del tú (nosotros)es tan directa, tan
natural, tan auténtica en su necesidad el lector nunca permanece al margen de
esa voz, acude en su auxilio porque se reconoce en ella, porque en ella
descubre su propio anhelo, y contesta.
Es un diálogo su narrativa.
De ahí que mire por la ventana, de ahí que el paisaje que ella mira también la
convierta a ella en sujeto mirado, de ahí que no sólo entienda –o trate de
hacerlo- lo que abarca su mirada sino que se deje transir por lo mirado. Hay
impacto, pero también contacto.
Sólo esa asombrosa capacidad
para el diálogo, para la conversación (la auténtica conversación, más allá de
soliloquios intercambiados e intercambiables) nos permite entender el poder de
convocatoria de sus ensayos. Piensen un momento en alguien que nos hable de
algo en lo que, a priori, no tenemos el menor interés. Imaginen. Melchor Rafael
de Macanaz, un fiscal del Consejo de Castilla durante el reinado de Felipe V.
El interés sólo podrá nacer de una fascinación absoluta del narrador, capaz de
hacernos cómplices de tal modo que quedemos arrebatados por ese mismo interés
último de quien nos cuenta. Lo que se cuenta queda supeditado al modo de
contarlo. Sólo si lo hacemos tejiendo un entramado de significaciones que nos
convoquen, usando hilos y lanas que aflojen y tensen el relato de manera que
nos vaya envolviendo podremos compartir con quien nos habla y hacer nuestra esa
historia tan ajena en un principio. Es lo que sucede al leer los ensayos de
Martín Gaite. Ellos los dicen todo. No sólo el de Macanaz, a quien uno va
conociendo y haciendo un poco suyo, también sucede con el conde de Guadalhorce
y con los demás (sus usos amorosos, la tradición del franquismo…)
Martín Gaite se pone en
juego en lo que cuenta, porque en ello se cuenta. ¿En qué momento nuestro
interlocutor nos desarma? Cuando nos comparte su fragilidad. Y esto sucede
porque nos devuelve a la nuestra propia, y es justo en ese instante en el que
la frontera entre el otro y tú, entre el yo y el otro se esfuma, pese a que la
interlocución es un proceso, en todo caso, discontinuo, lo cual es deseable: en
tanto que uno ha sentido en plenitud su cumbre, sabe que no debe dejar de
buscarlo). No hay que perder el hilo.
Y no es casualidad la
querencia de Martín Gaite por los jerseys, los gorros, las bufandas de punto.
Todo lo que hacemos, lo que vestimos, lo que escuchamos, lo que comemos, nos
cuenta. Tampoco es casual su dedicación por los collages, obras poliédricas en
las que la totalidad la conforman piezas que por sí mismas muchas veces serían
deshechos pero que, confrontados con el resto (el tú, los otros) adquieren un
significado que los trasciende, del mismo modo que el yo sólo puede
trascenderse en comunión con su interlocutor. El tú vocativo. La vocación. La
voz.
De ahí, de esa necesidad de
tejer, de componer, de dislocar, la referencia al caos y al equilibrio. Dos
collages que se completan, que se complementan. Los contrarios porque no lo son
del todo. El equilibrio, ese retrato de la Garbo , tan perfecto, tan hermoso que casi deja de
serlo, porque cuando uno lo mira advierte que es un equilibrio que remite a
fuerzas en tensión y, por tanto, susceptible de dejar de serlo en cualquier
momento. Y el caos, la fotografía de un James Dean que se sabe libre aunque a
su paso parezca que nada queda en su sitio. Ambos tienen su lugar. Porque ambos
se empeñan en querer ser. Porque ambos se rebelan contra la inercia de dejarse
ser. Pero uno sin el otro no se entiende. La frontera.
No puede comprenderse de
otro modo la singularidad de que alguien, tras perder a una hija, su única
hija, pueda escribir un libro como ‘Caperucita en Manhattan’, puro resplandor.
Esto es algo que sólo puede explicarse profesando una absoluta fe en el
lenguaje, capaz de llegar a los lugares más inverosímiles e irracionales de la
razón. Porque al contar (que es su escribir) esta moderna caperucita hablaba
con ella, inventando (no solo palabras, ‘farfalias’, las llama) un camino sin
tiempo ni espacio, sostenido en la fe de quien se juega en lo que habla dando
consistencia al milagro de que se hace llegar. Y llega.
Martín Gaite siempre estuvo
en la celebración. Fuese dolor, desarraigo, frustración, reconocimiento, dicha
o consuelo. Cuenta su hermana, Ana Martín Gaite, que en una ocasión, estando
las dos sentadas en la terraza de la casa familiar de El Boalo, Carmen la dijo:
“Te parecerá una bobada, pero en este momento, justo en este mismo momento, soy
feliz”. Y en esa extraña frontera suceden cosas capitales para nosotros que
creemos que pueden resultar fruslerías al otro, y las compartimos como
disculpándonos, pero nos justifican.
De la capacidad de escucha
para quienes no la conocimos dan cuentan sus traducciones. Especialmente las de
Svevo (un tipo marcado también por la eucaristía de la vida, un tipo que como
ella también fumaba más lo debido, un tipo que, como ella, supo que, en cierto
modo, solo en cierto modo, “morir no es nada” –acaso porque sea todo). Pero también
las de las hermanas Brönte, Rilke, Flaubert o Eça de Queirós. De su escucha nace
el guión de la serie para televisión sobre Teresa de Jesús (a ella leía cuando
murió, y uno se estremece de la compañía de esas dos mujeres disidentes que
buscaron interlocutor: “tú eres mía y yo soy tuyo”, escribió la santa,
resumiendo).
Cuento. Hilo. Huso.
Retahílas. Visillos. Tejido. Tejer. Nieve. Sueño. Fiebre. Palabra. Tú.
Narración. Cuento. Humo. Paisaje. Ventana. Enmarcado. Entusiasmo. Razón
poética. Complicidad. Cuento. Equilibrio. Cuento. Caos. Costura. Conversación.
Dolor. Nubosidad. Collage.
“Mientras dure la vida,
sigamos con el cuento”. Porque lo raro es
vivir…
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