Fernando Lorente, escritor
“La actitud es esencial
para
que las cosas tengan posibilidad de ocurrir”
Érase una vez un cocodrilo distinto. Coliver.
No sólo porque tenía la cola verde, sino porque era vegetariano, y en vez de
comerse a las garzas, y los corzos o a cualquier otro animal, jugaba con ellos.
Había otro cocodrilo distinto. Coliné. Tenía la cola negra y una furia también
umbría, como por la pena, casi bruna. Pero estaban destinados a entenderse. Fernando
Lorente (Madrid, 1958) nos regala este delicioso y tierno cuento infantil
sembrado de matices.
El
relato, entre otras dedicatorias, se brinda a quienes “aman la vida”. ¿Quiénes
y cómo son quienes la aman?
Para mí las personas que aman la vida son las
que se levantan cada día con la intención de VIVIRLA con mayúsculas, esas que
ya se han percatado de que vivir es un viaje imprevisible; esas que saben que para
llegar a su destino pueden transitar muchos caminos, pero nunca perder su Norte. Este
es un tema que tengo muy meditado y que suelo apoyar en tres citas, a modo de aviso
a los navegantes. La primera: Primum Non Nocere (lo primero no hacer daño), atribuida a Hipócrates: no perjudicar a
nadie con nuestras acciones u omisiones.
La segunda se podría resumir en la frase Adiós al miedo, que permitiría aprender a combatir el miedo
paralizante (no confundirlo con el miedo “necesario” que nos protege), y que me
parece que recoge a la perfección la letanía de la Hermandad Bene Gesserit de
la novela Dune: "No debo temer.
El miedo es el asesino de la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a
la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a
través de mí. Y cuando ya haya pasado giraré mi ojo interior para escrutar su
camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo permaneceré yo".
La tercera y última norma la resumiría la palabra Autoestima, esa cualidad interior
que nos permite amarnos a nosotros mismos y que nos facilitará amar a
los demás... Walt Whitman lo expresó de forma insuperable en su Canto a mí mismo: Me celebro y me canto a mí mismo, / y lo que diga ahora de mí, lo digo
de ti, / porque lo que yo tengo lo tienes tú / y cada átomo de mi cuerpo es
tuyo también... Fíjate si es una norma asumida que ya figuraba en mi
invitación de boda allende los tiempos...
¿Se sufre
mucho siendo ‘distinto’, como Coliver, desde pequeño?
Cuando escribí este cuento para mi hijo, en
realidad lo que pretendía era combatir la ideología dominante de forma racional,
proporcionarle un escudo o un refugio ante
los ataques “sociales” que ya estaba recibiendo... Está claro que cuando nacen los críos son
pura autoestima, puro egoísmo, puro deseo de agradar para ser tratados
mejor... Pero aterrizan en una sociedad que
ya tiene unos marcos de comportamiento sumamente rígidos, y que ningunea, desprecia o castiga sin el menor disfraz a
los que no pasan por el aro, a los que son “distintos” porque quieren seguir siéndolo en su forma de
pensar, de relacionarse o de sentir. Eso
es lo que yo proporcionaba a mi hijo desde muy pequeño con este cuento, con
esos cuentos que me inventaba cada noche, al hilo de sus comentarios y
experiencias recién vividas. Los otros niños del colegio y sus padres, y los
profesores, y el resto de la sociedad en definitiva, pugnaban por imponerle sus
formas de pensamiento, sus normas de conducta, de modo a veces sutil, pero en
general de forma explícita... Y ahí teníamos que estar nosotros, su madre y yo,
para dar la vuelta a ese mensaje machacón, para argumentar y consolidar unas
ideas por las que merecía la pena recibir presiones, para enseñarle a defender
con pasión su criterio o para ser flexible como un junco y evitar la fractura
cuando la situación no admitiera alternativa. Efectivamente, se puede llegar a
sufrir mucho siendo distinto, pero las pequeñas renuncias que debemos admitir
no deben nunca disfrazar el buen sabor de boca que ha de dejarnos nuestra
conducta. ¡Si tragas algún sapo entre manjares el sabor final no tiene nada que
ver con el que deja tragar algún manjar entre muchos sapos!
¿Por qué
tendemos a segregar al que lo es, en vez de incluirlo en el clan?
Porque si es habitual considerar que es el otro
el equivocado –es mucho más fácil y
cómodo- antes que admitir que lo esté yo, con el proceso de autocrítica que
implica, imagínate cómo se multiplica de forma exponencial la presión cuando el
que juzga es un colectivo, un clan, una sociedad, una raza... Y aquí está la
madre del cordero: la autoridad, sea individual o colectiva, desde mi punto de
vista, debe de apoyarse inexcusablemente en la bondad y en la recta razón, y
aprovechar para aplicar el beneficio de la duda cuando sea necesario (el in dubio pro reo del derecho). Sin
embargo, el camino fácil es apoyarse en
la fuerza, de hecho o de derecho, en la coerción punitiva de las leyes, o de la
costumbre, o de la simple apariencia.
¿Cada uno
de nosotros necesita un contrario, como Coliver y Coliné, para sacar lo mejor y
lo peor de sí mismo?
Creo que la búsqueda de un contrario debe ser
la continuación del estadio del espejo que describía Lacan... Una vez que hemos
identificado exactamente nuestro cuerpo y sus características fundamentales, con
todos nuestros rasgos de carácter perfectamente definidos, buscamos modelos que
encajen en nuestra forma de ser, de pensar, de ‘aparecer’... En un estadio
posterior, establecemos una clasificación radical entre lo igual y lo distinto,
y solo la reflexión, la maduración, nos permitirá definir con mayor finura esa
gradación que va del blanco al negro... En literatura sucede lo mismo y para
definir la caracterización de los personajes, a cada héroe le corresponde un
antihéroe, cuya finalidad es resaltar las cualidades que defiende el río
argumental.
¿Qué es
más importante en un cuento infantil, el humor, los valores o la propia
historia?
No sabría decirte... Creo que el humor, la
alegría, la ilusión... son las herramientas perfectas para lograr que un
mensaje alcance la diana del afecto, y que esto en el niño es todavía más acusado.
Después de llegar por los sentidos, el mensaje, si es poderoso, anidará en su
interior y crecerá. Es el enseñar deleitando de Horacio, es el dorar la píldora, que incluso hace los malos tragos menos malos. Ya lo decía la
famosa canción de la Poppins: “con un poco de azúcar esa píldora que os dan
pasará mejor” y nosotros tenemos en el refranero el famoso “sarna con gusto no
pica”. Pero si la historia no engancha, no consigue atraer la atención, el
mensaje caerá en el terreno baldío de la desatención y el aburrimiento... En
realidad, es la parábola del sembrador evangélico, ya me entiendes.
Hacer las
cosas porque sí, ¿”es el motivo más estúpido que se puede tener para hacer las
cosas”?
Unas
veces sí y otras no... Normalmente las cosas que se hacen porque sí, suelen
referirse a un uso consuetudinario, en el que no hace falta ni plantearse el
motivo por el que una conducta se realiza o no, ya que presupone un motivo de
peso que las justifique, aunque no sea fácilmente identificable. Otras veces, sin embargo, “hacer las cosas
porque sí” es una coartada para justificar una reacción, lo que implica un
desinterés esencial: a la persona que la realiza le da igual si el motivo es
justo o injusto. Sin embargo, en el contexto en que se menciona esta frase de Coliver sí que es un motivo estúpido,
por supuesto. Quiere destacar que un comportamiento de Coliné (el antihéroe de
Coliver) socialmente inadmisible, además no tiene apoyatura en ningún argumento
previo. En el fondo, es la propia envidia que Coliné siente por Coliver, puesto
que en su interior se sabe excluido por su comportamiento y castiga su propia
exclusión abusando de su fuerza, en un mobbing
sistemático, un matonismo que establece su fuerza con una impunidad que Coliver
no consiente.
¿Por qué
tendemos a usar la violencia, o la fuerza bruta, en vez del sentimiento y la
cabeza?
Me imagino que porque la respuesta a ese
comportamiento es inmediata. El violento es egoísta por naturaleza: no quiere
que entiendas su reacción, ni que compartas su criterio. Simplemente pretende asegurarse
de que se cumpla su voluntad. La violencia, la fuerza bruta, la coerción
legislativa, son los signos evidentes del autoritarismo individual o colectivo.
Representan con absoluta fidelidad el utilitarismo más descarnado: “me da igual
lo que pienses si haces lo que yo quiero”. Pero hay que ser consciente de que la
consecuencia inmediata de este comportamiento, que Gandhi reflejó con
precisión, es que “lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener
con violencia”, estableciendo un círculo vicioso que puede ir incrementando el
malestar de la población hasta desembocar en un estallido incontrolado... Por
eso yo siempre elijo sentirme bien con lo que decida, porque en esa sensación
satisfecha está la confirmación de que mi criterio es correcto. No obstante,
esto creo que no es generalizable en lo social, porque si no habría que darle
la razón al periodista brasileño Apporelly cuando dijo: “Si hay un idiota en el
poder es porque quienes lo eligieron están bien representados”.
¿Cuántas
veces, como nos enseña el búho, no escuchamos lo que nos dicen?
Es una situación mucho más frecuente de lo que
nos gustaría creer. Escuchar no es lo
mismo que oír. El Diccionario de la
Real Academia de la Lengua lo deja bien claro en su primera definición:
escuchar es “prestar atención a lo que se oye”. Así de simple. Otra cosa es qué
sea escuchar. Para mí, en un sentido
amplio, escuchar es captar el mensaje
que algo o alguien emite, con la máxima precisión, con el mayor matiz posible.
Te pongo un ejemplo. Coliver arranca
con la descripción del amanecer en el río Memojo. Yo no quiero comunicar simplemente
que amanece y ya está. Lo que pretendo es que mi hijo sea consciente del proceso de amanecer: en primer lugar, de
su minuciosa lentitud, de su gradual incremento de la luz, el color, la
temperatura, los sonidos que también despiertan... Todo esto es mensaje, porque
amanecer es un mensaje muy elaborado,
y el niño tiene que aprender a escucharlo por sí mismo. Por contra, a veces hay
que ser simple en lo escuchado, como en el caso de Tule, el búho sabio de la
selva: pudiendo elegir el más alambicado de los razonamientos para responder a
la consulta de Coliver, opta por aplicar la navaja de Ockham, el principio de
parsimonia, ese que dice que “en igualdad de condiciones, la explicación más
sencilla suele ser la más probable”. Y ni corto ni perezoso, aplica un criterio
de literalidad a la premisa para conseguir la conclusión que le conviene. Este es el meollo de tu
pregunta. Tenemos que aprender a escuchar lo que se nos dice, a separar el
grano de la paja, pero como yo suelo decir, en realidad intentamos separar el
“grajo de la pana”: me refiero a que todo está muy mezclado, tanto en el
exterior como en nuestro interior, y dejamos que miedos, prejuicios, errores diversos,
inexactitudes más o menos bienintencionadas, deformen nuestra comprensión
del mensaje emitido de forma que nuestro
procesamiento erróneo nos conduzca a la antítesis de lo pretendido. No sería ninguna tontería aprender
a aplicar una técnica similar al silencio interior del budismo para afrontar
con cierto rigor el análisis de lo escuchado y llegar a unas conclusiones
verosímiles.
¿Por qué
tendemos a valorar las cosas cuando estamos a punto de perderlas?
Y cuando los hemos perdido ni te cuento. Pues me imagino que porque el uso y disfrute
de lo propio hace que nos acostumbremos a su presencia, a considerarlo parte
del “modelo básico”. Uno de los mejores ejercicios que yo realizo para escribir
es “ponerme en lugar del otro”, y este otro puede ser alguien que “no tiene lo
que tengo yo”. Te aseguro que estos cambios de puntos de vista hacen que llegue
a relativizar bastante los a priori
que conforman nuestro modelo básico de lo que sea: comportamiento, posesiones,
aspiraciones, defectos... Aquí, ya por cerrar el círculo de citas, creo que la
ley de Weber-Fechner, es la reina y señora de la valoración de nuestras
“posesiones”. Si queremos que la sensación crezca en progresión aritmética, el
estímulo debe hacerlo en progresión geométrica. En resumen, que vamos
estableciendo como valor de partida lo que hemos ido adquiriendo... Solo cuando
peligra su posesión o cuando efectivamente lo perdemos, nos damos cuenta del
valor real que tenía. Este comportamiento es inevitablemente humano, y
aplicable prácticamente a todas las situaciones de la vida.
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