Antonio
Méndez Rubio, poeta
El poema tiene la suerte, o
incluso la obligación,
de dejar sitio para que otro respire.
La poesía de Antonio Méndez
Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967) abre un espacio para que el poema emerja
y trace vínculos, permite que el poema hable, y que sea su voz la que nos interpele.
La voz del poeta escucha, y acaso nada haya más activo que la escucha, esa voz
de Méndez Rubio que habita la escucha permitiendo que sean las cosas mismas las
que se nombren y se convoquen. Acaba de publicar ‘Por nada del mundo’ (Vaso
roto), un poemario que se incardina en un libro previo, ‘Va de verdad’, de la
misma editorial. Dos poemarios que hablan desde la fragilidad, acaso una de las
escasos territorios en los que incorporar al otro como otro, y aceptarlo sin
confrontación sino acompasándolo en el paso para vivir. “Depositamos flores/oscuras
a la entrada,/de viva voz,/descalzos. Volvemos/oliendo a humo./Bebemos agua”.
La poesía como actitud de resistencia. La poesía como vencejo que nos sostiene.
¿Cuándo
conviene habitar “un lugar fuera de la palabra”?
Somos animales simbólicos,
necesitamos la palabra para estar en el mundo, y es además el lenguaje un lugar
común, político, crítico. Como decía Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas “cada juego de lenguaje es una forma de
vida”. Abrir la boca es tomar partido, y mantenerla cerrada también. Ahora
bien, al mismo tiempo, no todo es o está en el lenguaje, no a todo accede el
lenguaje para ser simbolizado ni el lenguaje puede capturar todo lo real para
someterlo a un régimen de atribuciones entre significantes y significados. Una
zona radical de nuestra experiencia se da en los límites, en silencios vivos,
en vibraciones de mundo que no llegan a articularse en un código. Es cuando
suele decirse que “nos quedamos sin palabras”, por ejemplo en situaciones de
fragilidad intensa, como ante la muerte, o en soledad, o dentro del deseo…
defiendo una poesía que irrumpa ahí, no tanto en el lenguaje como sistema
referencial, supuestamente comunicativo o comprensible, pues para eso ya
tenemos el habla cotidiana. La necesidad de la poesía se vuelve inminente
cuando fallan las palabras, cuando algo no puede compartirse o no se sabe
decir, o ni siquiera se reconoce, pero sin embargo estamos ahí con la sensación
en la garganta de que nos jugamos la vida.
“Pero
juntos”. La poesía, ¿acaso es el único territorio político donde un nosotros se
hace posible?
Escribió William Blake que no
vuela demasiado alto el pájaro que lo hace solamente con sus propias alas. La
poesía nos une no tanto a los demás como a la parte de los demás (y de nosotros
mismos) que ha sido negada, que está siendo sometida y silenciada por el poder
inercial de la Realidad. Se podría decir que tiene que ver con una comunicación
silenciosa, con una revuelta en forma de agujero que compartimos, atravesamos y
nos atraviesa. Se hace así posible un nosotros imposible, que arraiga en lo más
bajo, en lo más hondo. Ese nosotros podría ser el pájaro de Blake pero volando
a ras de tierra, o más por debajo aún, por el fondo del bosque.
“Rojo
es amor”. Suponiendo que la geografía íntima del poema es la imagen, ¿cuánto de
olor, color, sabor, sonido y rugosidad tiene?
El poema se hace y deshace a
través de una materia precaria que señala la precariedad del mundo, que de
hecho participa del mundo, y seguramente por eso el mundo tiende a no oírlo o
despreciarlo incluso. Esto sucede tanto en el mercado editorial como en el
sistema educativo, por no hablar de los mass
media. El individualismo y el exhibicionismo subjetivo de la edad moderna
han hecho que, cada vez más, lo poético se asimile a la función expresiva
(centrada en el emisor) en vez de en el mensaje, como debería ser propio de la
función poética como tal. La física del mensaje, su materialidad acústica,
sintáctica, rítmica… en efecto, abren en el aire espacios libres o
espaciamientos, campos magnéticos, o gravitatorios, o mórficos (como sugiere R.
Sheldrake) que nos convocan a una relación “otra” con el “otro”. En algún
momento se ha dicho que hacer el amor es poesía, y por eso mismo hacer poesía
es un acto de amor. Su radicalidad es tal que cuesta asimilarla, que desborda
lo comprensible, y en la práctica se falsea en el sentido de que ese amor se
queda en entender el poema como selfie,
o sea, en confundir función poética con función expresiva. Esa confusión se
vuelve rentable a nivel de seguidores, de followers,
dentro de la dinámica narcisista (o de narcinismo, como dice Colette Soler) que
domina el presente.
“Sí
que se comprende/ que el silencio nos confunda: no/ nos salve.” ¿Hay un
silencio redentor y un silencio acusador?
Hay un silencio a la espera de
ser escuchado, creo. Que luego resulte redentor o acusador puede depender de
cada situación, de cada enunciación o posición en el mundo. Pero lo principal
creo que es aprender a escuchar el silencio. Y esto está en relación directa
con la urgencia de aprender a escuchar también las palabras. Lo ha reivindicado
en susurro hasta el Rey de la Bachata, Romeo Santos: “Escucha las palabras…”.
Otra entrada más polémica en esta cuestión la indica Z. Bauman en su
escalofriante ensayo Modernidad y
Holocausto, donde argumenta que “no sabemos lo crueles que no podemos
llegar a ser con quien no podemos ver ni oír”. Por eso aprender a mirar, a
escuchar, se convierte en una condición decisiva de la resistencia diaria, del
querer-vivir e incluso de la lucha social contra el nuevo fascismo
contemporáneo. Nadie estamos a salvo de nada. Por eso justamente nadie estamos
al margen de las grietas y los conflictos del mundo.
“¿Nos
vamos a bailar?”. ¿Cuánto de celebración tiene el poema?
El poema celebra un encuentro
siempre pendiente, siempre en vilo. A mediados de los noventa, desde la Unión
de Escritores, colaboramos con las Madres de Plaza de Mayo en su taller de
escritura, y finalmente decidieron titular el poemario final como El lugar del reencuentro. Para mí ese
lema resume lo que podría responder aquí: que el poema se concibe como tierra
abierta para encontrarnos, para escucharnos, para ayudar a que no se pierda lo
anónimo que nos une. Como un espacio de cruce para el dolor, la esperanza o la
desesperación común. También, en la medida de su densidad rítmica y musical,
como una microestancia sonora o pista imprevista de baile, ¿por qué no?
¿Qué
palabra, de haberla, “no cabe fuera del mundo”? ¿Cuál sirve para vivir?
Cualquiera que no identifique
vivir con sobrevivir, que no confunda sin más comunicarse con compartir lo que
ya se sabe. Estas palabras entran en una relación libertaria consigo mismas,
nos enseñan a entrar en una relación más libre con los demás, menos
instrumental. Son palabras que se buscan unas a otras con tanto cuidado como
desesperación. Son quizá como las meigas: haberlas haylas.
“Igual
que los espejos sirven/ para respetar las leyes,/ vueltos del revés ayudan, de
repente/ a que se nos comprenda”. ¿Qué respeta, o ha de respetar, el poema?
Me parece que es de Juan
Larrea la sugerencia de que un poema entra en escena cuando un espejo se rompe.
Está ahí ya (entre)dicho. Si tuviera que elegir lo diría en negativo (me es más
fácil): lo único que no respeta o lo que menos respeta el poema es la ley
autocomplaciente y compulsiva de los espejos. El poema tiene la suerte, o
incluso la obligación, de dejar sitio para que otro respire.
Por nada del mundo… ¿qué?
Ésa es precisamente la
pregunta, o también una especie de afirmación que se niega a sí misma: un
negarse a aceptar, como dice la frase hecha “por nada del mundo”… de entrada,
para empezar por lo más literal, negarse a aceptar las frases hechas, las que
dan cuenta de un mundo ya hecho, ya dado. La forma del poema entra en un combate
cuerpo a cuerpo contra toda fórmula. Recurro a menudo a este tipo de frases
cristalizadas en el habla social (“razón de más”, “por más señas”, “siempre y
cuando”…) como un modo de entrar a rehacerlas, a reabrirlas, desde la confianza
en que nada está cerrado, o que hasta en lo más cerrado pueden abrirse fisuras
de nuevos sentidos.
¿La
palabra poética ha de ser siempre palabra política?
Toda palabra (todo silencio)
construye o propone un lugar de cruce con una otredad o alteridad o soledad que
no nos pertenece, pero a la que pertenecemos como parte que somos de la polis.
Por eso cualquier palabra (como cualquier signo visual o musical o corporal…)
es una cuestión política, ¿no? Ahora bien, esa pertenencia o raíz política
traspasa la temática, lo que una determinada “obra” o “texto” dicen. La cosa
política no se reduce a lo que se dice (enunciado) sino que arraiga en el lugar
desde donde se habla y desde donde se escucha (enunciación), en las formas de
decir, en aquello que queda (en) entre-dicho. Es como cuando llamamos “espacio
libre” al espacio entre líneas. Es ese pulso libertario, espectral, que nos
constituye no simplemente como sujetos-sujetados, sino como subjetividades en
pugna con los modos de subjetivación que, a fin de cuentas, son psicológicos
pero también ideológicos, políticos, económicos, culturales… es decir,
sociales.
¿Cómo
convocar la palabra política para que no pervierta la poesía?
Dando prioridad a la atención
sobre la intención. Mi impresión particular es que muchas veces la poesía no se
entiende porque no se atiende a lo que implica, por ejemplo, a su energía a la
hora de convertir la crisis (individual y colectiva) en una experiencia
crítica, en una crítica de la experiencia aprendida o heredada. Algo así.
“Oyes
a alguien/ que no grita”. ¿La vida, lo importante, sucede en lo que pasa
inadvertido?
No solamente. Pero el
totalitarismo de la imagen y la “sociedad del espectáculo” activa un modelo de
percepción y conducta donde es precisamente lo más decisivo lo que peor o menos
se advierte. El poder se alimenta de nuestra ceguera. La representación
mediática de la gente que vive por debajo del umbral de la pobreza, de la gente
inmigrante o de las condiciones de vida de los llamados refugiados (con perdón
por usar aquí eufemismos como “refugiados” o “vida”)… hay casos que están de
sobra al alcance de la mano como para comprobar el alcance del desastre.
¿Qué
contienen “los pasos de quienes/ se van cuando termina todo”?
La necesidad de darse a la
fuga, de dar la espalda al daño del que también formamos parte activa, la
arrogancia no asumida de creer que el juego se terminó, cuando no hace más que
empezar cada día de nuevo.
¿Cómo
distinguir la vida de su simulacro?
El mismo poema de donde
procede la frase “rojo es amor” dice en otro momento “rojo es temblor”. A lo
mejor una vida que no tiembla es como una vida que se ve concentrada en una
foto de perfil, que se solapa con su propia autoimagen, cuya máxima aspiración
es dar con un “me gusta”. Una tierra que tiembla es una tierra que asume la
rotura como una forma de engendramiento, como principio creativo.
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