“No se le puede pedir a nadie que sea heroico”
Cualquier propuesta de Andrés
Barba (Madrid, 1975) resulta estimulante. La última, un racimo de reflexiones
en torno a la imagen, propia, reflejada, distorsionada, precisa, lírica,
áspera, ‘Caminar en un mundo de espejos’ (Siruela). El yo en el otro. En él se
citan desde los recuerdos de la infancia del autor (porque nada hay más
universal que lo que parte de lo singular) a Pasternak, Rilke, Simon Weill o
Muhamad Alí.
¿Caminar en un
mundos de espejos ¿resulta inquietante, sugerente, incómodo?
Es una cita de los diarios de Diane Arbus, una fotógrafa
muy inquietante. Buscando el título surgió de ahí. Hay un momento en el que ella
descubre una imagen que la perturba: su hijo, de cuatro años, coge la llave de
un candado y lo cierra. Y Diane Arbus se queda inquieta ante un candado que, al
cerrarse, cierra su propia posibilidad de uso, una imagen que es al tiempo ella
y la negación de su posibilidad. Reflexiona sobre cómo, en el fondo, todos los
encuentros con algo, con alguien, son como un golpe, sobre todo los encuentros
con el otro... que son los más importantes de la vida, en términos generales y
artísticos, por eso me pareció una imagen muy adecuada.
Pienso en su reflexión
sobre la polaroid y en sus años de infancia en la Plaza de Castilla. Siempre
que hablamos de recuerdo lo asociamos a imágenes, pero ¿no pesa más el poso
anímico de esas imágenes que la imagen en sí?
No podemos mirar imágenes de otro modo que no sea sentimental,
desde luego no podemos mirar fría y objetivamente imágenes... no podemos hacer
nada de manera fría y objetiva, ni neutralmente nada en este mundo, por eso
todos los intentos de objetividad, neutralidad o globalidad son fracasos de
antemano, el ‘divino fracaso’, que decía Cansinos Assen. Estamos condenados a
la subjetividad y anhelando la objetividad todo el tiempo, para ser justos y
para entender el mundo tal y como es, y no filtrado por nuestra subjetividad. Quizás
la manera más extraña de llegar a la neutralidad o la objetividad sea
precisamente a través de nuestra subjetividad. Una subjetividad compartida, por
eso la mejor manera de hablar de la infancia de todos es hablar de la infancia
de uno mismo de una manera sentimental, en vez de especular objetivamente sobre
qué sería la infancia, hablar de la de uno mismo. Cuando uno ve bien descrita
la infancia de otra persona, por lo general, piensa en la suya propia.
“Un ser roto mira
siempre como desde un constante estado de falta”. ¿Qué repara esa falta?
Es una cita del ensayo a propósito de Simone Weill, una de
la filósofas más inquietantes del siglo, aunque no fue estrictamente una
filósofa, porque murió muy joven y tampoco tenía una cabeza muy sistematizada;
era un gran cerebro filosófico de la intuición, más que del análisis
sistemático. Una de las cosas que me parecía más interesantes de Weill,
hablando de la destrucción y de la guerra, es el misterio que supone para ella reconocer
que hay ciertos episodios en la vida detrás de los cuales la integración, la
recuperación de la normalidad, ya no es posible. Alguien se rompe literalmente
por la mitad. Ella lo llama ‘estado de la desdicha’, que como concepto es tan
fascinante que merece un tratado entero. A Simone Weill le parecía, desde el
punto de vista de los creyentes, considerando que existe una instancia superior
que nos mira amorosamente, que lo que más podría poner en entredicho esa
existencia de Dios es precisamente la desdicha, no el sufrimiento ni el horror,
sino esa condición humana que no puede soportar más dolor y se quiebra, sin
posibilidad alguna de recuperación. Es un concepto muy aterrador y muy inquietante
a la hora de analizar nuestras vidas, no en términos tan agresivos, pero sí
cotidianos y domésticos.
Como preguntarse si
es posible el amor después del desamor...
Por ejemplo, ese tipo de cosas. ¿Existe el amor después de
una espantosa decepción amorosa? Algo que, por otro lado, es de lo más común.
Es una pregunta muy legítima, incluso filosófica. ¿Qué es lo que hace que
sigamos creyendo en el amor, un estado de permanente ingenuidad o una
convicción firme de que el amor es posible y existe? La pregunta de Weill,
aunque tiene derivaciones más duras (ella habla de la II Guerra Mundial y de la
Guerra Civil española) nos lleva a que cada uno de nosotros se haga esa reflexión, que desatará para sí cosas,
seguro, muy interesantes.
¿Cómo se vive en ese
hueco, después de roto?
En realidad, todos los intentos de restauración de la vida
son instancias de la ficción. Hay un pensamiento de Weill muy interesante; ella
sugiere que merece una seria reflexión que nuestra manera literaria de pensar
el mal sea siempre creativa, misteriosa, fascinante... nuestra manera literaria
de leer el bien se aburrida, previsible, estúpida... nuestra manera de sentir
el mal sea previsible, esquemática, aburrida, y nuestra manera real de percibir
el bien sea fascinante, novedosas, creativa... Cómo algo tan elemental como
nuestra experiencia del bien y del mal tiene un vacío, un salto tan descomunal
entre las representaciones literarias y la experiencia real de la vida es algo
en lo que merece la pena meditar. En el fondo, ves que todas las personas que
desean firmemente vivir son personas muy creativas desde el punto de vista
ficcional. Una restauración, restaurar algo que ha sido roto, golpeado por otra
cosa necesita, requiere de una gran energía creativa y de ficción, tiene que ser
reconstruida desde la ficción. La ficción que no significa que sea falso, sino
que sea reinventado.
¿Cuáles son esas
pequeñas mentiras de la belleza?
La inglesa Antonia Byatt, que me gusta mucho, comienza un
capítulo de su fascinante novela ‘Posesión’ con una chica de catorce años
mirándose el espejo, con indignación, pensando ‘yo no soy esto’, no soy esta
imagen. Ésa es una de las mentiras más repetidas de la civilización y que sigue
impregnando nuestro cerebro, el hecho de que un rostro bello contiene una bella
alma, de alguna manera. Pensar que de lo superficial emana lo interno y es su
reflejo, que la imagen de la superficie es una supuración de la imagen interna.
Por eso se piensa que a los guapos se les quiere y a los feos no, cosa que es
radicalmente mentira; eso nos lleva a descubrir que no podemos fiarnos de nuestras
impresiones y que, por muchos intentos que hagamos, casi nunca conseguiremos
aprehender lo interior, lo que de verdad hay y, en ese sentido, es una experiencia
muy humana, a medida que los hombres son más sabios, juzgar menos severamente
las apariencias de las cosas porque la experiencia de que lo interno y lo externo
no siempre tiene por qué ir trabados se ha repetido tantas veces que uno
desconfía en lo que ve, no desconfía en el sentido perverso de la palabra si no
en que la manifestación externa sea esa supuración de lo interno.
A propósito de su
visita a una cárcel de mujeres asegura que “nuestro interés por ellas (las
presas) era precisamente la ceremonia a través de la cual ellas eran
encarnadas”. ¿Cuánta porción de lo real, de la realidad, la conforma la propia
mirada que contempla?
Hay una cosa muy bonita, muy orteguiana, que después recoge
María Zambrano, y es que nuestra mirada es expectativa, cuando miramos,
esperamos. Nuestra mirada es una espera, quien se siente observado siente también
la sombra de la expectativa de quien le mira. Sentimos la expectativa de los
demás, y resbalamos al fingir una cosa que no somos sólo por cumplir la expectativa
de quien nos mira; es una de las falacias en las que el amor se descompone, más
que ser nosotros mismos tratamos de ser la persona que espera de nosotros quien
deseamos que nos ame. Se genera un círculo perverso con respecto al amor.
¿Y nos movemos
siempre torpemente en esa linde?
La pregunta es ¿quiénes somos realmente? ¿Somos la persona
que fingimos ser? ¿O somos la persona que queda oculta bajo esa mentira? ¿Qué
dice más de nosotros una verdad o una mentira? En realidad dice más una mentira
porque, aparte de delatar que hemos mentido, delata el lugar en el que
desearíamos ser otro. La mentira puede ser mucho más elocuente que la verdad si
sabemos que es mentira, claro.
¿La mentira es más
creativa que la verdad?
La mentira es un estado de la ficción, también, y como tal
estamos acostumbrados a hacer creer a los demás quiénes somos mediante sistemas
de representación dramática... un niño, por ejemplo, que se ha golpeado en la
cabeza y se ha hecho daño y quiere consuelo, aunque tal vez el golpe no haya
sido lo bastante fuerte como para provocar el llanto, entiende de alguna manera
que sólo representando externamente lo que le ha producido ese golpe conseguirá
el consuelo real. Entiende que tiene que representar físicamente su dolor para
que se entienda externamente lo que ocurre internamente. Necesitamos actuar, y
eso es algo que cualquier persona entiende intuitivamente, es un pensamiento
pre-verbal; hacerse entender es dramatizar algo, actuar, representar, y representar
en cierto modo siempre es una mentira. Nuestra relación con la mentira tanto
cultural, como sentimental e intelectual es total. La mentira está en todos los
niveles, quizás nuestra única manera de decir la verdad sea mintiendo. Quizás
esa sea la paradoja.
Al hablar del
discapacitado, reflexiona sobre nuestro perverso imperativo de obligarle a ser
heroico. Volveos a Arbus ¿Qué tiene el distinto que nos perturba? ¿Quizás nos
recuerda que él somos también nosotros?
En realidad nos molesta tener que hacernos cargo del otro,
nos molesta la responsabilidad del dolor ajeno y deseamos que termine de alguna
manera. Con los discapacitados y con las víctimas del terrorismo deseamos
internamente y de modo muy perverso que se comporten heroicamente para que nos
importunen lo menos posible. Algo que jamás habríamos pedido para nosotros mismos,
y cuando son heroicos pensamos que eso era lo que tenían que hacer. No
soportamos que alguien se derrumbe. Así, en los años más severos del terrorismo
de ETA, esperaba todo el mundo que las víctimas dijeran que perdonaban a los
terroristas, realizando un acto de superioridad moral tan salvaje que se negaba
incluso la posibilidad de herida por parte del terrorista, pero no se puede pedir
a nadie que sea heroico, tenemos que hacernos cargo del dolor de los demás, incluso
si no hacemos nada tenemos que hacernos cargo. Tenemos, incluso, que hacernos
cargo de nuestra inactividad ante el dolor de los demás. Y eso es lo que, por
ejemplo, desde una perspectiva existencialista, es temible de verdad, que
querámoslo o no somos responsables de lo que sucede alrededor; la condición humana
lo exige, pero huye de la asunción de su propia libertad, la libertad es reconocer
que si eres un infeliz no es porque tengas el litio muy bajo o hayas tenido
mala suerte con las mujeres, sino porque eres responsable de tu infelicidad.
Nadie quiere reconocer eso. Nos amparamos ahora en que han muerto los dioses,
de una manera masiva (nos hemos vuelvo laicos y ateos), pero seguimos pensando,
más que nunca, en la presencia de un destino insensato, da igual cómo se llame,
signos del zodiaco, biología molecular...
¿No hay margen a una
resignación?
No, es que el hombre se escuda constantemente en motivos
que no están en su mano para no modificar lo que sí está en su mano.
¿Cuánto tiene la
vida de cuadrilátero?
Me encanta el boxeo, y con él ocurre lo mismo que los toros
y el fútbol, que todo el mundo tiene la tentación constante de compararlo con
la vida, porque todos tenemos muchas ganas de convertir las cosas en símbolos, pero
en realidad el boxeo no se parece en nada a la vida: un señor recibiendo o
dando golpes, negando su propia naturaleza de supervivencia más elemental no
tiene mucho de espejo. Supone el triunfo de la civilización sobre la naturaleza.
Un hombre pegándose hasta morir no es símbolo de nada, es un punto de fuga
ciego que también tienen los toreros, que no se justifica por nada, nadie puede
explicarlo.
Perder la vida en un
momento sin que importe...
Claro, los toreros dicen es un misterio, los boxeadores, lo
mismo. Es tentador que la vida sea como un combate de boxeo, se parece en tanto
que la vida nos sacude golpes, y también nosotros los damos. Ali, de quien
hablo en el ensayo, es un personaje extraordinario y complejo, relacionado con
ciertas modificaciones contemporáneas sobre nuestra manera de percibir la raza;
en ese espejo público internacional que es el estadounidense, me parecía un
bonito tema para reflexionar el triunfo de Barack Obama con la forma en la que
Alí se niega a ser un boxeador negro, a ser un saco de carne que recibe o da
golpes, y reivindica la inteligencia y la raza. El boxeo es fantástico pero en nuestro
país está tan desprestigiado...
Pero le dará igual,
es usted políticamente incorrecto, explora el boxeo, el monstruo, el mundo del
porno...
En realidad soy correctísimo, no tengo deseo de provocar,
los temas son un poco límite, de acuerdo, pero mi aproximación es templada; la
única provocación es el tema en sí, no intento decir cosas epatantes para que
la gente se enfade conmigo.
Le devuelvo una
pregunta que formula en el libro. ¿Deberían legitimarse todas las formas de
risa?
Es una pregunta muy complicada de responder... el problema
de la risa, que es un tema que me apasiona (estoy estudiando la posibilidad de escribir
un ensayo sobre ella), es que tiene un poder agresivo muy interesante, y se ha
utilizado mucho para ridiculizar formas que quedaban al margen de lo social. El
borracho, por ejemplo. ¡Cómo se retrata al bocharro? Nos reímos de él para sancionarlo.
En nuestra sociedad, neuróticamente convencida de que todo aquello de lo que
nos reímos es algo que queda degradado instantáneamente y tan neuróticamente
sentimental, se desconfía tanto de la razón y se confía tanto en los
sentimientos que cualquier risa se convierte instantáneamente en una ofensa
personal. Esto es algo peligrosísimo, en realidad, desde el punto de vista
social, porque es una carrera hacia el abismo. Llegará un momento en que ya no
podamos pronunciar un juicio cómico sobre nada en absoluto porque no haya nada
en absoluto que no produzca una risa que no sea a costa de la dignidad de
alguien. Puede producir, llevado a una situación extrema, una sociedad sin
risa, o donde toda risa sea censurable, es interesante ver cómo cada vez más nos
blindamos contra ella, demostrando su poder. Si no la temiéramos no la legislaríamos.
Incluso se retiran o
censuran portadas de revistas satíricas...
Me intrigó muchísimo, y lo seguí bastante, la retira de ‘El
Jueves’, con esa portada en la que se veía a Felipe y Letizia haciendo el amor
tratando de quedarse embarazos para cobrar el chequé-bebe que había aprobado el
gobierno. Ese mismo chiste en la prensa británica hubiera hecho sonreír a todos
porque los ingleses no conciben que un chiste sobre la reina de Inglaterra la
deslegitime. Un inglés sabe que un chiste sobre la reina no pone en compromiso
la autoridad de la reina porque el propio chiste reconoce su autoridad.
¿Y no es irónico que
nos manejemos con tanto roce con la risa en un país con humoristas colosales,
como Cervantes, Quevedo, Jardiel Poncela, Tono..?
Menos el del siglo de Oro, porque surge en otro tipo de
sociedad, el español es un humor bastante blanco, dentro de lo que cabe. Salvo Buñuel, que es muy salvaje. La risa es complicada,
es como un amigo o un familiar loco, que de pronto saca una pistola. Hay un
aspecto muy interesante que es su autenticidad: cuando se produce la risa, lo
que se ha producido es cierto, la risa pone de manifiesto cosas que pensamos
incluso contra nuestra propia voluntad, nos delata. Hay aspectos fascinantes de
la risa, pero España cada vez es un país peor humorado y con más miedo de la
risa... hemos adoptado el miedo yankee
a la risa como denigración social ya no decimos ni un solo chiste para que ni
un homosexual, musulmán, mujer o creyente se sientan dolidos... se ha generado
un estado de la desconfianza y la sensibilidad disparatado.
¿Cuántos espejos, o
cuántas personas es Andrés Barba?
Supongo que no muchos, desde el punto de vista literario alguno
más, porque necesito cambiar de tercio con relativa frecuencia, salir de la
literatura de ficción, de la narrativa, que es muy absorbente y un trabajo muy
solitario y cansado; además, rara vez te sale bien, te sale a mitad o no te deja,
desde luego, muy satisfecho. En cambio, el ensayo tiene una parte muy divertida
que es la conversación y la discusión. Y yo soy muy discutidor.
Esther Peñas
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