Cortázar es otra cosa. Distinta. A cualquier
otra cosa. Cortázar se escapa de los códigos conocidos, los retuerce, los
invoca, los cabalga y finalmente los dinamita. El resultado es él. Otra cosa.
Un auriga desbridado. A Cortázar sólo se le puede entender, comprender,
mediante la entrega absoluta. A través del juego, la rayuela (gramatical,
sintáctica, semántica), se asoma al paraíso y nos lo describe. Más que eso, nos
abre la hendidura para mirar las cosas como también son, desde otro lado.
En 2014 recordamos los treinta años que
Cortázar ya no nos espolea. Es un decir. Murió, pero no. Ya me entienden. Y lo
hacemos desde la celebración más íntima, porque cualquiera de sus textos no es
sino una espectáculo -de tan directo y contundente resulta sencillo- de la
vida. Más: las palabras de Cortázar, pespuntadas por una fiebre insólita, son
la vida misma conjurada. Es.
Belga de alma lunfarda, el escritor construyó
un mundo propio que compartió generoso. Así, ya convivimos entre Cronopios
(esos seres verdes y húmedos, de ánimo alegre y corazón generoso –cabe en él
todo tipo de huéspedes-, ingenuos, cándidos, desordenados, quijotescos y
entregados), Famas (especímenes burgueses, formales, huecos de alma y con un
éxito existencialmente pírrico) y Esperanzas (entes insípidos en su fondo y
tediosos como una perorata o como el día más aburrido del mundo, que según
cuentan los ingleses fue el 11 de abril de 1954).
Cortázar. Cortázar y sus gatos, y sus
fotografías, y sus poemas melancólicos, y su romanticismo republicano, y su
tono acicalado de lo mágico, lo mágico como una primavera constante en
Cortázar, y su sonrisa a media asta, y su cigarrillo empedernido, y su humeante
lirismo que te abraza de tan fuerte que se queda impregnado lo que dura un
galaxia [o este corchete impreso]. Cortázar a ritmo de jazz y en melodía
sostenida. Él. Es.
Todos ‘Queremos tanto a Glenda’, todos
conocemos, al menos, ‘62 métodos para a(r)mar’, todos sabemos que ‘Alguien anda
por ahí’, todos somos todos ‘A deshoras’, todos zarpamos en ‘La vuelta al día
en ochenta mundos’, todos nos sentamos al volante -por momentos en el lugar del
copiloto- en ‘Los autonautas de la cosmopista’ (cómo no mencionar aquí esa espléndida
y melancólica película de Stanley Donen ‘Dos en la carretera’, sobre la
mutación del amor en otro amor)... Todos amamos a ‘La Maga’ (con su ternura,
desconcierto e imprevisión, ella, la que siempre vuelve y nos tunde), a Horacio
Oliveira (incluso desde su frialdad de barro), todos hemos llorado la muerte de
Rocamadour (una de las muertes literarias más desgarradores y portentosas, la
escena, la situación, el ambiente, el amor, la indolencia, la aceptación, la
música, el alcohol que ya no queda en los vasos ni en las botellas y que hace
efecto en los presentes...)
Cortázar es descarado, impertinente, delicioso,
incendiario, divertido, rocoso, musgoso, lluvioso luminoso, siempre poético y
desconcertante. Es el Gran Cronopio del reino mayúsculo de las Letras; nos hace
más humanos porque nos desgarba los esquemas, y lo racional se suspende en él
(al menos, en primera instancia) para abrirse hueco en el sentir -sin
sentimentalismos-. Cortázar. Prodigio. Raíz. Él. Otra cosa.
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