La mente
es la siempre hambrienta.
Hay lecturas de las que uno no sale indemne.
Lecturas que modifican el ángulo. Que dejan traza. Lecturas después de las
cuales uno ya no es (el mismo) para ser (un tanto el otro). ‘La mujer de pie’
(Galaxia Guterberg), por ejemplo, un texto que no es poesía, no es ensayo, no
es novela. Es una escucha. Una voz que exige interlocutor y que se convierte,
en cierto modo, en diálogo intersubjetivo. Es una reflexión sostenida llena de
hilos y de husos, que sugiere, apunta, propone, insinúa. Uno no va solo por entre
estas páginas hipnóticas, uno se siente acompañado a cada palabra. Su autora,
Chantal Maillard (Bruselas, 1951) vuelve a conseguirlo: e-mocionar, con-mover,
per-turbar, des-colocar. Ya lo advierte. Ella escribe “para que el agua
envenenada pueda beberse”.
“No poder
sentarse. Quedar de pie, lo justo. Herido en la base. Cuerpo sin sujeción”. La
mujer de pie, ¿qué perspectiva adquiere sobre la vida?
La mujer de pie es alguien que no puede
sentarse. Imagine. ¿Lo siente? No puede. Nadie se duele en cuerpo ajeno. Por
eso la mujer de pie ha de ser un ejercicio de imaginación: usted es alguien que
no puede sentarse. Detrás del visillo que vemos moverse en cualquier ventana
puede haber un cuerpo malherido, mutilado, discapacitado o simplemente
envejecido. Usted es ese cuerpo. Imagine.
Cuando
uno está en el límite, como quien oye/escucha en la primera parte del libro,
¿ese límite distorsiona lo que se oye o, por el contrario, nos aclara y aporta
nitidez?
En un capítulo de libro se habla de un
fenómeno acústico bastante común, ese sonido agudo que muchos oímos cuando el
silencio es grande. Los científicos (a quienes les gusta hablar de “síntomas”
porque el síntoma lo es siempre de una enfermedad y a los científicos les gustan
las enfermedades) le han dado el nombre de tinnitus. Puede que
hubiésemos tenido siempre ese sonido en el oído, dicen, sin que lo oyésemos,
hasta que de repente reparamos en él. El caso es que cuando reparamos en él es
muy difícil dejar de oírlo. Pues bien, algo parecido ocurre con el discurso
mental. Siempre está ahí, no para, pero no nos percatamos de él por la sencilla
razón de que nos identificamos con lo que dice, creemos que nosotros somos
quien habla. Pero no es así. Y si de repente tomamos distancia y lo oímos, ya
está, no podemos dejar de oírlo.
Para situarse en el límite y no perder el
equilibrio es preciso haberse distanciado del ruido mental.
“La
palabra con la que definimos a una persona no es solo una palabra, sino a la
vez el centro y el punto de fuga de un haz de relaciones”. ¿Con qué palabra se
encuentra usted más usted, más en síntesis de sí misma?
Si me identificase con una palabra, ¿no
entraría en contradicción con lo que cita? No somos, sucedemos. Y si bien una
palabra es un punto y todo punto permite una cierta detención, nosotros somos
aquello que se fuga, apenas una trayectoria que se modifica al contacto con
otras. El “sí mismo” es una
solidificación, un nódulo de repeticiones.
Desembarazarse
del ‘yo’. Una preocupación constante en sus escritos pero, ¿es posible observarse
desde una conciencia despojada por completo del yo? ¿Sería sano? ¿Acaso una
porción del yo no nos permite vivir?
Definamos. Llamemos yo a esas
solidificaciones a las que me refería antes: ideologías, creencias, opiniones,
sistemas de todo tipo. La araña-mente los construye, los adopta o, por lo
general, los hereda. A partir de allí, sigue tejiendo, individual y
colectivamente, y reforzando su tela allí donde advierte cualquier desgarro.
¿Que si es sano despojarse del yo? Considere:
sin la identificación con el discurso mental, sin esa firme creencia en la
individualidad y sus cápsulas diferenciales (personal, familiar, grupal,
tribal, racial, humana, etc.) probablemente nos habríamos ahorrado las
colonizaciones, las cruzadas, las guerras, la destrucción del ecosistema del
que formamos parte, etc... La supervivencia de la propia especie en el reino
animal nunca se hizo en detrimento de las demás especies.
La ética -y la política- aplicada empieza por
el conocimiento de uno mismo. De lo contrario, seguiremos construyendo sobre
aguas residuales. Un sistema ético y político acorde con estos tiempos tendrá
en cuenta no las raíces ni los puntos de apoyo sino la complejidad del rizoma
que formamos entre todos y su continua transformación, y esto requiere que
quienes lo dicten hayan saneado el terreno de la propia conciencia.
“Todo lo
que se mueve nos atrae”. ¿Quizás porque la quietud nos evoca la muerte y eso
nos aterra?
Quizás. La vida es movimiento, sin duda. Pero
a la mente le atrae sobre todo porque necesita alimentarse. Ella es la siempre
hambrienta. Si enfoca un punto fijo se inquieta, se pone nerviosa, y termina
enfocando cualquier cosa que se mueva.
Cuando
uno “se sitúa en la intemperie”, ¿qué gana y qué pierde, respecto de los demás
y para consigo mismo?
Situarse a la intemperie significa optar por
hablar en primera persona, con la responsabilidad que esto implica. Se gana en
honestidad.
¿Cuál es
la linde que separa el ‘yo’ del ‘mi’?
El mí es una acumulación de gestos habituales
(mentales, físicos, emocionales), pliegues que vuelven a plegarse una y otra
vez sobre sí mismos. El yo es la creencia añadida de que detrás o debajo de esa
acumulación hay alguien. “Escuchad: no somos”, dice la mujer de pie. “No hay
nadie tras los pliegues”.
¿Es
posible la disolución de quien escribe en lo escrito?
Permítame responder a esto con el fragmento
de un poema de Hilos, pues no sabría explicarlo mejor: “Disolver,
alguien dice. Disolver / el mí. –¿Quién disuelve? / Un disolver, tal vez. ¿En
el decir? / El decir es el método”.
“El deseo
es guía; la creencia, territorio”. ¿Es un binomio que parece exigirse el uno al
otro. ¿En qué creer en un mundo sustentado en la apariencia?
¿Hay acaso alguna diferencia entre apariencia
y realidad? ¿Podemos percibir el mundo de otra manera que mediante nuestros
órganos de percepción y nuestra mente? Real... ¿qué es real? Wittgenstein decía
que creemos ver el mundo pero que lo que vemos en realidad no es sino el marco de la ventana por la que miramos. Nada
más cierto. A efectos prácticos, saberlo no sirve de nada, pero aún así es
importante.
El abajo
no es inconsciente, es simplemente inconmensurable (...) La voz de abajo es el
poema. El abajo, ¿nos conforma de un modo más auténtico que la superficie?
La autenticidad, como la verdad, es un
término comparativo. Si no hay falsedad, no hay autenticidad. No creo que esta
dicotomía pueda aplicarse aquí. El abajo, la superficie, el antes o el fuera
describen estados que resultan de distintas frecuencias vibratorias. La percepción
del tiempo es diferente según la mente se aquiete o se acelere. En el abajo el
tiempo se dilata, puede llegar a ser infinito. Lo que ocurre allí entonces es
incomunicable. Si la voz del abajo es el poema es porque sólo el poema es capaz
de aprehender lo inabarcable. La desaparición, por ejemplo.
“No está
descrito, dice el científico. No está descrito, luego no ocurre”. ¿Qué lugar
ocupa lo sagrado, el presagio, lo incomprensible en nuestra sociedad?
Lo que el sistema no neutraliza, lo margina,
sencillamente. O le otorga el carné de inexistencia. Lo que no entiende la
mente-araña sistémica es que todo, en este mundo, es absolutamente
incomprensible, además de absurdo.
Sin los
mitos que le han configurado a través de los siglos, ¿el hombre moderno tiene futuro?
Parece que el ser humano no puede vivir sin
algún mito que le explique los comienzos. Esto no sería un problema si no se
equivocase de mito. Hemos elegido aquellos que fomentan la discordia. El futuro
que deparan es, obviamente, el presente que estamos viviendo.
¿Qué
sucede si uno, como recomienda la última línea del libro –libro como panóptico
del sentir-, da un paso hacia las sombras?
Habrá que preguntárselo a la mujer de pie.
Esther Peñas
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