jueves, 22 de octubre de 2015

Entrevista a Chantal Maillard


La mente es la siempre hambrienta.




Hay lecturas de las que uno no sale indemne. Lecturas que modifican el ángulo. Que dejan traza. Lecturas después de las cuales uno ya no es (el mismo) para ser (un tanto el otro). ‘La mujer de pie’ (Galaxia Guterberg), por ejemplo, un texto que no es poesía, no es ensayo, no es novela. Es una escucha. Una voz que exige interlocutor y que se convierte, en cierto modo, en diálogo intersubjetivo. Es una reflexión sostenida llena de hilos y de husos, que sugiere, apunta, propone, insinúa. Uno no va solo por entre estas páginas hipnóticas, uno se siente acompañado a cada palabra. Su autora, Chantal Maillard (Bruselas, 1951) vuelve a conseguirlo: e-mocionar, con-mover, per-turbar, des-colocar. Ya lo advierte. Ella escribe “para que el agua envenenada pueda beberse”.


“No poder sentarse. Quedar de pie, lo justo. Herido en la base. Cuerpo sin sujeción”. La mujer de pie, ¿qué perspectiva adquiere sobre la vida?

La mujer de pie es alguien que no puede sentarse. Imagine. ¿Lo siente? No puede. Nadie se duele en cuerpo ajeno. Por eso la mujer de pie ha de ser un ejercicio de imaginación: usted es alguien que no puede sentarse. Detrás del visillo que vemos moverse en cualquier ventana puede haber un cuerpo malherido, mutilado, discapacitado o simplemente envejecido. Usted es ese cuerpo. Imagine.


Cuando uno está en el límite, como quien oye/escucha en la primera parte del libro, ¿ese límite distorsiona lo que se oye o, por el contrario, nos aclara y aporta nitidez?


En un capítulo de libro se habla de un fenómeno acústico bastante común, ese sonido agudo que muchos oímos cuando el silencio es grande. Los científicos (a quienes les gusta hablar de “síntomas” porque el síntoma lo es siempre de una enfermedad y a los científicos les gustan las enfermedades) le han dado el nombre de tinnitus. Puede que hubiésemos tenido siempre ese sonido en el oído, dicen, sin que lo oyésemos, hasta que de repente reparamos en él. El caso es que cuando reparamos en él es muy difícil dejar de oírlo. Pues bien, algo parecido ocurre con el discurso mental. Siempre está ahí, no para, pero no nos percatamos de él por la sencilla razón de que nos identificamos con lo que dice, creemos que nosotros somos quien habla. Pero no es así. Y si de repente tomamos distancia y lo oímos, ya está, no podemos dejar de oírlo. 
Para situarse en el límite y no perder el equilibrio es preciso haberse distanciado del ruido mental.   


“La palabra con la que definimos a una persona no es solo una palabra, sino a la vez el centro y el punto de fuga de un haz de relaciones”. ¿Con qué palabra se encuentra usted más usted, más en síntesis de sí misma?

Si me identificase con una palabra, ¿no entraría en contradicción con lo que cita? No somos, sucedemos. Y si bien una palabra es un punto y todo punto permite una cierta detención, nosotros somos aquello que se fuga, apenas una trayectoria que se modifica al contacto con otras.  El “sí mismo” es una solidificación, un nódulo de repeticiones.


Desembarazarse del ‘yo’. Una preocupación constante en sus escritos pero, ¿es posible observarse desde una conciencia despojada por completo del yo? ¿Sería sano? ¿Acaso una porción del yo no nos permite vivir?

Definamos. Llamemos yo a esas solidificaciones a las que me refería antes: ideologías, creencias, opiniones, sistemas de todo tipo. La araña-mente los construye, los adopta o, por lo general, los hereda. A partir de allí, sigue tejiendo, individual y colectivamente, y reforzando su tela allí donde advierte cualquier desgarro.

¿Que si es sano despojarse del yo? Considere: sin la identificación con el discurso mental, sin esa firme creencia en la individualidad y sus cápsulas diferenciales (personal, familiar, grupal, tribal, racial, humana, etc.) probablemente nos habríamos ahorrado las colonizaciones, las cruzadas, las guerras, la destrucción del ecosistema del que formamos parte, etc... La supervivencia de la propia especie en el reino animal nunca se hizo en detrimento de las demás especies.

La ética -y la política- aplicada empieza por el conocimiento de uno mismo. De lo contrario, seguiremos construyendo sobre aguas residuales. Un sistema ético y político acorde con estos tiempos tendrá en cuenta no las raíces ni los puntos de apoyo sino la complejidad del rizoma que formamos entre todos y su continua transformación, y esto requiere que quienes lo dicten hayan saneado el terreno de la propia conciencia. 


“Todo lo que se mueve nos atrae”. ¿Quizás porque la quietud nos evoca la muerte y eso nos aterra?

Quizás. La vida es movimiento, sin duda. Pero a la mente le atrae sobre todo porque necesita alimentarse. Ella es la siempre hambrienta. Si enfoca un punto fijo se inquieta, se pone nerviosa, y termina enfocando cualquier cosa que se mueva.  


Cuando uno “se sitúa en la intemperie”, ¿qué gana y qué pierde, respecto de los demás y para consigo mismo?

Situarse a la intemperie significa optar por hablar en primera persona, con la responsabilidad que esto implica. Se gana en honestidad.


¿Cuál es la linde que separa el ‘yo’ del ‘mi’?
El mí es una acumulación de gestos habituales (mentales, físicos, emocionales), pliegues que vuelven a plegarse una y otra vez sobre sí mismos. El yo es la creencia añadida de que detrás o debajo de esa acumulación hay alguien. “Escuchad: no somos”, dice la mujer de pie. “No hay nadie tras los pliegues”.  


¿Es posible la disolución de quien escribe en lo escrito?

Permítame responder a esto con el fragmento de un poema de Hilos, pues no sabría explicarlo mejor: “Disolver, alguien dice. Disolver / el mí. –¿Quién disuelve? / Un disolver, tal vez. ¿En el decir? / El decir es el método”. 


“El deseo es guía; la creencia, territorio”. ¿Es un binomio que parece exigirse el uno al otro. ¿En qué creer en un mundo sustentado en la apariencia?

¿Hay acaso alguna diferencia entre apariencia y realidad? ¿Podemos percibir el mundo de otra manera que mediante nuestros órganos de percepción y nuestra mente? Real... ¿qué es real? Wittgenstein decía que creemos ver el mundo pero que lo que vemos en realidad no es sino el  marco de la ventana por la que miramos. Nada más cierto. A efectos prácticos, saberlo no sirve de nada, pero aún así es importante.


El abajo no es inconsciente, es simplemente inconmensurable (...) La voz de abajo es el poema. El abajo, ¿nos conforma de un modo más auténtico que la superficie?

La autenticidad, como la verdad, es un término comparativo. Si no hay falsedad, no hay autenticidad. No creo que esta dicotomía pueda aplicarse aquí. El abajo, la superficie, el antes o el fuera describen estados que resultan de distintas frecuencias vibratorias. La percepción del tiempo es diferente según la mente se aquiete o se acelere. En el abajo el tiempo se dilata, puede llegar a ser infinito. Lo que ocurre allí entonces es incomunicable. Si la voz del abajo es el poema es porque sólo el poema es capaz de aprehender lo inabarcable. La desaparición, por ejemplo.


“No está descrito, dice el científico. No está descrito, luego no ocurre”. ¿Qué lugar ocupa lo sagrado, el presagio, lo incomprensible en nuestra sociedad?

Lo que el sistema no neutraliza, lo margina, sencillamente. O le otorga el carné de inexistencia. Lo que no entiende la mente-araña sistémica es que todo, en este mundo, es absolutamente incomprensible, además de absurdo.


Sin los mitos que le han configurado a través de los siglos, ¿el hombre  moderno tiene futuro?

Parece que el ser humano no puede vivir sin algún mito que le explique los comienzos. Esto no sería un problema si no se equivocase de mito. Hemos elegido aquellos que fomentan la discordia. El futuro que deparan es, obviamente, el presente que estamos viviendo.


¿Qué sucede si uno, como recomienda la última línea del libro –libro como panóptico del sentir-, da un paso hacia las sombras?


Habrá que preguntárselo a la mujer de pie.



Esther Peñas


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